Eduardo Rosales (1836-1873)
La vida de Eduardo Rosales se vio marcada por la enfermedad física, las dificultades y, en ocasiones, la soledad. No obstante, el pintor siempre supo salir adelante, con el ingenio de su cabeza y el genio de sus manos, que lo ayudaron a consagrarse como un pintor original e independiente, que renovó el género pictórico del siglo XIX.
Nació en una humilde familia madrileña el 4 de noviembre de 1836. En 1851, tras cursar los estudios primarios, entró a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Allí pudo aprender de grandes maestros como Federico de Madrazo, Luis Ferrant o Carlos de Haes. La formación que recibieron tanto Rosales como sus compañeros se centró en inculcar el estudio del natural como elemento principal de aprendizaje, que sentó unas bases para el joven maestro, que serían clave para su desarrollo posterior. Además, en 1854 se le concedió el permiso para copiar en el Museo del Prado, lo que le permitió estudiar y reproducir a los grandes, como Tiziano, Velázquez o Van Dyck. La magistral lección que supuso el estudio de Velázquez y el resto de maestros del Prado, tanto para Rosales como para su coetáneo Mariano Fortuny, ejerció una influencia decisiva en ellos y en su desarrollo pictórico, que les otorgó un amplísimo horizonte en el que investigar.
Sin embargo, en 1855 la vida le dio el primero de sus grandes reveses con la muerte de su padre (su madre ya había muerto en 1853). Quedó entonces el pintor completamente huérfano y sin recursos, teniendo que sobrevivir únicamente con los encargos que le hizo el director de la Real Academia, José de Madrazo, siendo su primer encargo “García Aznar, V conde de Aragón”, para la “Serie cronológica de los reyes de España”. El segundo de los reveses le vino tan solo un año después, enfermando de tuberculosis, un padecimiento que lo acompañó y asedió de por vida.
Con el poco dinero que reunió de los encargos de Madrazo, en 1857 tomó la decisión de seguir el rumbo que 200 años antes había emprendido el más grande inspirador de los pintores españoles, Diego Velázquez: marchó a Italia. Su estancia en Roma se prolongó 12 años. En la Ciudad Eterna sobrevivió como había hecho hasta entonces, con pequeños encargos, hasta que en 1859 y 1861 se le concedieron las conocidas como “becas de gracia”, cuya finalidad era financiar a los pintores para perfeccionar sus estudios.
Estando en Roma comenzó a buscar un tema concreto de la Historia de España para presentarlo en la Exposición Nacional de 1864. Las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes, de carácter bienal, fueron creadas en 1853 por Isabel II, con la finalidad de premiar a los grandes pintores españoles y animarlos a progresar y superarse (una suerte de aliciente que hoy, por desgracia, está completamente perdido). Tras desechar temas como “Isabel entrando triunfante en Baza”, Eduardo Rosales se decidió por realizar un óleo que supuso una renovación y revalorización del Siglo de Oro español, que además se convertiría en su obra cumbre e incluso en su obra más icónica: “Doña Isabel la Católica dictando su testamento”. La que fuera la reina más importante de la Historia de España aparece tendida en la cama, agotando sus últimas horas de existencia, acompañada, entre otros, de unos abatidos Fernando y Juana (que por aquel entonces no se encontraba en España) y el Cardenal Cisneros.
La crítica acogió con entusiasmo la obra, que obtuvo la primera medalla (aunque no la medalla de honor, que quedó desierta) y fue adquirida por el Estado por 50 mil reales. Consecuencia de su éxito, la obra fue expuesta en Dublín y París, y le logró a Rosales numerosos encargos, como los retratos del duque Fernán Núñez o del marqués de Corvera.
De vuelta en Roma en 1865, comenzó rápidamente a preparar su próxima participación en la Nacional de 1867, a la que quiso presentar “La muerte de Lucrecia”, aunque no logró tenerla lista para la exposición, por lo que hubo de aplazarlo hasta la siguiente, en 1871. En el periodo de tiempo que transcurrió entre ambas exposiciones, llevó a cabo lienzos como “Desnudo femenino (al salir del baño)” en 1869, un lienzo que pintó en tan solo un día, con una técnica rápida y suelta, que podríamos afirmar en la línea del impresionismo.
En ese mismo año de 1869 abandonó Roma (ciudad a la que ya no volvería) para regresar a España, trayendo consigo “La muerte de Lucrecia”, “Don Juan de Austria es presentado a Carlos V en Yuste” y “Doña Blanca de Navarra es entregada al Captal del Buch”. El pintor madrileño presentaría dos de ellos, además de “La condesa de Santovenia”, en 1871, a la Exposición Nacional, obteniendo una crítica muy diversa según la obra.
La escena de Lucrecia suicidándose tras ser ultrajada por Tarquino, compuesta por figuras de gran tamaño, contundentes y con una fuerte expresividad, recibió la inclemencia de la crítica -a pesar de que obtuvo por el lienzo la medalla de oro-, pues se consideró “un boceto de grandes dimensiones”. La afilada pluma de la crítica tampoco hizo prisioneros a la hora de poner en evidencia “La condesa de Santovenia”, aunque el “Carlos V en Yuste” consiguió los elogios de la prensa.
A partir de 1872 comenzó a pintar al aire libre, como “El naranjero de Algezares” o “La venta de novillos”, y atendió un gran número de encargos. Al año siguiente, Rosales obtuvo dos grandes honores que, por una de esas injusticias de la vida, no pudo disfrutar.
En agosto, el Ministerio de Fomento le propuso la dirección del Museo del Prado, cargo que no llegó a aceptar. Sin embargo, el día 8, fue nombrado director de la Escuela de Bellas Artes de Roma, recibiendo su credencial el día 11 de septiembre. Por desgracia, desde comienzos del año, la enfermedad que lo había acosado toda su vida se agudizó, y tan solo dos días después de recoger su credencial de director en Roma falleció, siendo enterrado en el cementerio de San Martín. En 1902 sus restos fueron trasladados donde hoy descansa, el Panteón de Hombres Ilustres.
Eduardo Rosales fue un excelente pintor que renovó el género de la pintura española, creando una nueva perspectiva en el lenguaje pictórico y legando un valioso catálogo de obras a los que lo sucedieron. Perteneció a una generación de magníficos artistas que se preocuparon por cuidar la representación del natural, siempre con un ojo puesto en los grandes genios que los precedieron, como Velázquez. Renovó el género histórico e impulsó el retrato hacia una calidad al alcance de muy pocos. Fue, en definitiva , uno de esos regalos a los que el destino puso un pincel en la mano, para disfrute y admiración de generaciones enteras.