Las ruinas en el romanticismo alemán

LA REPRESENTACION DE LAS RUINAS EN LA PINTURA DEL ROMANTICISMO ALEMÁN

El comienzo del siglo XIX vino marcado por un profundo desencanto sobre la razón. Ese ideal fue desvaneciéndose dando lugar a una rotura con todo lo anterior, culminando así en un concepto claramente definitorio de la modernidad; la fragmentación. 

Época descompuesta acusada por una insondable crisis existencial, el hombre sintió un desapego al funcionamiento mecánico que tomó la sociedad de entonces, provocándole una profunda angustia de vivir. De ese desgarro se hicieron eco, como no podía ser de otra forma, las artes. 

Asimismo, el romanticismo devino como una espiritualidad y una estética de crisis. Parafraseando a Baudelaire, el romanticismo no se sitúa exactamente ni en la elección del tema ni en la total sinceridad, si no en una manera de sentir. No fue por tanto ni un estilo ni un lenguaje, si no un fenómeno estético y civilizatorio que comenzó siendo una nueva sensibilidad para acabar aconteciendo como una forma de entender la propia existencia.

Tratando de dar respuesta a ese agitado periodo, fue un movimiento que se encargó de sacar a la luz las partes más irracionales, oscuras y vastas del ser humano, basadas todas ellas en una trascendente reflexión sin las cuales no tendrían razón de ser. 

Esa realidad a la que el hombre se sintió ajeno abrió ante él un marcado abismo que le hizo conocedor de la progresiva pérdida de unidad con todo lo que les rodeaba. Todo el progreso y el conocimiento adquirido a lo largo de los siglos otorgó al ser humano un poder que le hizo consciente de su gran impotencia, de su pequeñez ante un mundo que sentía como impropio y que muchas veces le superó.  

Ese desgarro con el mundo provocó, de forma casi involuntaria, el deseo de huir. Buscó refugio en la naturaleza, concebida como madre creadora a la que ansiaba volver, pero que a su vez era potencia exterminadora portadora de destrucción, capaz de acabar con cualquier proyecto humano.

La fragmentación se hizo cada vez más palpable y, de esta forma, quiso trascender la realidad para encontrar la unidad perdida, el infinito, alcanzar el Absoluto; algo que F. Schiller (1759-1805) denominó como recuperar el paraíso perdido. Se producía así un sentir trágico del querer adentrarse en territorios desconocidos, a la par que ser conscientes de su imposibilidad; algo que en el romanticismo alemán se denominó Sehnsucht, o angustia por no poder alcanzar nunca el objetivo. 

Dichas ansias de fuga le condujeron, a su vez, hacia el interior. Buceando en el subconsciente, el hombre romántico se halló a sí mismo como hogar y descubrió los impulsos más oscuros e irracionales del ser, considerándolos como la propia esencia humana. El artista hizo un viaje al Yo a través del Weltinnenraum, o hacia el interior por el interior.

Novalis (1772-1801), escritor y filósofo puntero en el romanticismo alemán así lo explicó: soñamos con viajes a través del Universo; ¿el Universo no está en nosotros? No conocemos las profundidades de nuestro espíritu. El camino misterioso va hacia el interior. Es en nosotros y no en otra parte, donde se halla la Eternidad de los mundos, el pasado y el futuro

De esta forma, el exterior fue invadido y teñido por interior y, el hombre, no halló mejor lugar donde plasmar su sentimiento que en el arte. El mismo se convirtió entonces en el espacio donde expresar lo más profundo del ser, reflejando en la obra su alma, apelando a su vez al corazón del espectador con quien deseaba hermanarse de nuevo.

En palabras de Friedrich (1774-1840), cierra tu ojo físico con el fin de ver tu cuadro con el ojo del espíritu. Después, saca a la luz lo que has visto durante la noche para que su acción se ejercite de rebote sobre los demás, desde el exterior hacia el interior.

La obra de arte se erigió como una puerta hacia aquello oculto y latente, revelándose en la misma la esencia del alma humana. Si el sujeto invadió el exterior, el exterior se romantizó. El pintor no imitó, pues, el producto final, la apariencia sensible, la realidad, si no que se hizo eco del proceso creador de la naturaleza; aquello que desde Spinoza se nombra como natura naturans; las fuerzas creadoras del mundo que a su vez también eran constituyentes del alma humana.

Así, se revelaba en la obra artística lo arcano del mundo; la obra era una forma de acceder a la verdad, una manera de penetrar en la vida de las cosas. Schelling (1775-1854) afirmó que lo que el arte imitaba era el mundo intelectual de los arquetipos en la representación de lo real. Así, tal referencia absoluta dotaba a la obra artística de una perfección de la que el mundo orgánico carecía, siendo simplemente una mera entidad refleja.

El artista se descubrió entonces como mediador, la función del arte devino sagrada, mística. De nuevo es Friedrich quien mejor ilustró el concepto: igual que el piadoso reza sin pronunciar palabra y el todopoderoso lo escucha, así el artista con sentimientos auténticos pinta y el hombre sensible sabe comprenderlo y reconocerlo.

Las ruinas en el romanticismo alemán
C. D. Friedrich. Abadía en el robledal, 1809. Galería nacional de Berlín

F. Schlegel (1772-1829) argumentó entonces la comprensión de la obra; en primer lugar, se daba una aproximación pasiva a la narración. Seguidamente, se producía la abstracción de todo detalle, aprehendiendo su contexto en totalidad, accediendo a un nivel de lectura que quedaba velado en un principio, siendo el símbolo la clave de la interpretación. 

La obra de arte emergió entonces como lugar de reflexión y el género paisajístico en pintura fue la herramienta que los románticos usaron para plasmar la grandeza de espíritu que pulsaba dentro de ellos.

Mares embravecidos, cielos amenazantes de tormenta o parajes solitarios conformaron entonces un nuevo lenguaje de expresión que había de salvar a la humanidad de una sociedad agonizante. La naturaleza se convirtió en materia y objeto con el que experimentar y reflexionar sobre el ser y los misterios del cosmos. 

Todo ello encontró su culmen y más pura y limpia expresión en la representación de las ruinas. Los derrumbamientos no fueron contemplados como simples documentos del pasado, si no desde un prisma estético como símbolos.

La ruina representaba un vestigio, una reliquia, una señal que marcaba el momento álgido de una construcción en tiempos pretéritos. Volvió a señalar la contradicción acusante en todo el periodo: la brecha -aparentemente insalvable- entre el hombre, su cultura y la naturaleza. 

Fue Georg Simmel, filósofo y sociólogo alemán de principios de siglo XX, quien lo narró de forma lúcida y magistral: la ruina, antes de acontecer como tal, fue una arquitectura creada por el hombre, impregnada de su espíritu mientras se tenia en pie. El equilibrio entre materia y espíritu se disolvía en el momento en el que el edificio caía; las fuerzas se desequilibraban en favor de la naturaleza, que recuperaba aquello que tiempo atrás el hombre había hecho suyo.

La roca se había prestado de forma temporal a la mano del hombre, pero entonces retornaba a sus orígenes naturales, liberándose así del yugo humano. El desplome, sin embargo, no destruía por completo la creación humana, si no que la hacía surgir de una nueva y distinta forma. La naturaleza había hecho su propia creación usando la obra de arte como materia, del mismo modo que el arte usó a la naturaleza como materia para su obra. 

El ansiado retorno a la madre naturaleza, la esperada fusión con ella, se daban en la ruina. Las fuerzas naturales eran las que daban forma a esa nueva obra artística valorable a nivel estético y metafísico. La pátina del tiempo provocó emociones que la arquitectura en su estado original jamás consiguió.

La ruina, así, era el reverso del momento fecundo, era la plasmación del eterno devenir, del retorno cíclico, de la representación de la tensión de los polos de vida y muerte que mantenían y aún mantienen hoy el eterno equilibrio del mundo.

Así se definió en el diccionario de símbolos de Chevalier: una columna rota, un pecio de navío, una casa o un templo en ruina, un árbol fulminado etc., no pueden ya interpretarse únicamente en función de su estado perfecto de columna, de navío, de árbol o de templo (…) Ahora bien, toda la ruptura simboliza, manifestándola, la dualidad de todo ser: todo lo que está vivo o construido puede ser matado o destruido, aún más, lleva el germen de su propia destrucción. In media vita in norte sumus (la muerte yace en el corazón de nuestra vida).

La misma rotura -que evidenciaba su propio carácter orgánico- marcaba el inicio de la debacle, de la decrepitud, pero también era ella misma la que volvía a exponer a la luz el testimonio de esa vitalidad perdida, de que allí, en algún momento, existió la vida. Rememorar esa vitalidad que una vez albergó era un paralelismo para intentar revivir ese pasado glorioso y utópico que los románticos confeccionaron en su imaginación.

Siendo la muestra de la fuerza destructoria de la naturaleza, simbolizaban el retorno del hombre a ella. La fragmentación moderna encontró en ellas su más excelsa representación, en las cuales la permanente y continua descomposición referenciaba lo vivo que había en ellas. 

La ruina era el reflejo del sentir romántico; fragmentado, cuarteado, en soledad, pero en pie. Manifestaban, como las vanitas, aquello perecedero, aunque con su presencia reforzaban la idea de permanencia, se mantenían igual que no moría el alma de quien las imaginaba. Los vestigios, las ruinas, pese a los embates del tiempo y la historia, aun se sostenían erguidas, en pie: aun rezumaban esa energía vital que un día contuvieron.

Se combinaba en ellas aquella sensación nostálgica que lleva consigo el irrefrenable paso del tiempo, a la vez que la resistencia que ofrecían al seguir existiendo. Eran una suerte de vestigios históricos que, pese a las inclemencias de la caducidad, hacían frente a los sinónimos del ocaso. De esa lucha con lo perecedero se destilaba de ellas toda la potencia sublime que contenían y emanaban.

Las ruinas eran puertas que se abrían des del mundo terrenal hacia el más allá, desvelando verdades que se iba desvelando al intelecto de forma paulatina. Se erigieron como sinónimos y símbolos de transgresión de lo meramente material para hallar en ellas el indicio que permitió adentrarse, mediante la imaginación, en el verdadero conocimiento del mundo. 

Y yo, como Borges, me pregunto… ¿porque nos atraen el fin de las cosas? Quizá porque la atracción que sentían los hombres durante el romanticismo por aquellos abismos insondables, por el placer morboso de la decrepitud o por los recovecos más recónditos del alma y del mundo formaron siempre parte de la esencia más profunda del ser humano. 




BIBLIOGRAFÍA

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  • Simmel, G. Filosofía del paisaje. Madrid: Casimiro Libros, 2014.

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Realizado por: Alexandra Lebrón Pomares

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