Cráter y Vía Láctea

Ficha técnica

Título: Cráter y Vía Láctea
Autor: Dr. Atl (Gerardo Murillo Coronado)
Cronología: 1960
Estilo: «Realismo intensivo»
Materiales: Óleo y Atl colors sobre masonita
Ubicación: Colección privada
Dimensiones: *

COMENTARIO HISTÓRICO ARTÍSTICO DE CRÁTER Y VÍA LÁCTEA

CONTEXTO HISTÓRICO-ARTÍSTICO

En todo manual específico o genérico donde se hable de la historia del Arte moderno en México no faltan a la cita una serie de iniciativas, movimientos y artistas, la mayoría de la segunda década del siglo XX, cuya trascendencia les ha valido el título de «Renacimiento mexicano de la cultura», tales como el Muralismo y su representativa tríada (Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco), personalidades como Frida Kahlo o Rufino Tamayo, o a tendencia estridentista.

La sucesión de estos episodios fueron convirtiendo paulatinamente al país en un centro neurálgico del Arte del momento, razón que propició que, ante el estallido de la Segunda Guerra Mundial, no pocos artistas europeos emigraran a la antigua capital virreinal, como las surrealistas Remedios Varo y Leonora Carrington.




Pero si tuviéramos que destacar por encima de todo ello una figura clave para el desarrollo de este episodio del Arte mexicano, esa es sin duda la de Gerardo Murillo Coronado, más conocido por su seudónimo, Dr. Atl (término náhuatl que significa «agua»). Nacido en 1875 en Guadalajara, Jalisco, y fallecido en 1964 en Ciudad de México, a lo largo de toda su vida forjó una personalidad única, inimitable y completamente reconocible en su contexto, caracterizada por una absoluta libertad, un afán continuo y desmesurado por experimentar con los materiales, las formas y las composiciones, y, sobre todo, por un incansable deseo de recorrer la abrupta topografía de su país natal en calidad de caminante e incluso de alpinista, lo que explica que el paisaje se convirtiera en su género predilecto hasta el final de sus días, y así lo mostró en sus diversos escritos:

«No nací pintor. Pero nací caminante. Y el caminar me ha conducido al amor por la naturaleza y el deseo de representarla» (Citado en ESPINOSA, 1986, p. 128)

Así, el Dr. Atl puede ser definido como un exhaustivo caminante-pintor que no dejó rincón virgen de la geografía mexicana, sobre todo en lo referido a materia volcánica, ya que, dentro de sus paisajes, los volcanes tienen un enorme protagonismo, como detallaremos después.

Quisiera hacer algo más de hincapié en la pintura de paisaje en relación con el contexto histórico mexicano de inicios del siglo XX, un periodo cuyo principal objetivo fue la búsqueda de la denominada «alma nacional», de la identidad del país, espoleada por dos hitos: la progresiva e imparable industrialización de la nación desde las últimas décadas del siglo XIX y la creciente presión colonialista de EE.UU. a partir del desastre del 98, que supuso la pérdida de las últimas colonias españolas en ultramar.

De esta manera, tanto México como poco a poco el resto de países que integran el conjunto hispanoamericano comenzaron a indagar seriamente en aquellos rasgos que podían definir su espíritu.

El primer eslabón de esa investigación fue la llegada del Modernismo desde Europa, un movimiento literario que terminó permeando las demás artes, y cuyo margen cronológico (1875-1925) ha permitido a los especialistas clasificar al conjunto de sus múltiples integrantes (poetas, novelistas, artistas plásticos) en dos grupos bien diferenciados: la Generación Azul, constituida por aquellos nacidos entre 1857-1872, donde cabe destacar la labor de artistas como Germán Gedovius, Joaquín Clausell o Julio Ruelas; y la Generación del Ateneo de la Juventud, conformada por los nacidos entre 1873-1889, en la que se encuadra, además del Dr. Atl, una nómina que va desde Ángel Zárraga y Saturnino Herrán hasta Diego Rivera y José Clemente Orozco.

Al centrarnos en el ámbito de las artes plásticas es necesario aplicar ciertos ajustes de cronología, ya que el asentamiento de los artistas de ambas generaciones modernistas no fue definitivo hasta la primera década del siglo pasado, y buena parte del desarrollo que se experimentó en ese sentido es debida al Dr. Atl, que a su regreso de Europa, donde completó su formación en Italia entre 1896-1903, difundió a través de diversas actividades sus conocimientos tanto de las incipientes propuestas vanguardistas, como el Postimpresionismo, como de los murales del Renacimiento.

Su efervescente labor en el panorama artístico y cultural del México que vivió la transición desde el régimen del porfiriato al México revolucionario y posrevolucionario permitió allanar el terreno para las posteriores generaciones: ejerció enorme influencia en los jóvenes artistas en su taller de la Escuela Nacional de Bellas Artes (antigua Academia de San Carlos), entre ellos los futuros muralistas; entre 1906-1910 redactó el inventario de las galerías de pintura y se convirtió en el consultor de adquisiciones; organizó dos exposiciones fundamentales, una en 1906 en el seno de la revista juvenil Savia moderna y en 1910 la Exposición de Artistas Mexicanos; y fue director de la Academia entre 1914-1915, modificando completamente el tradicional programa, con medidas como la eliminación del estudio del modelo vivo o el intento de aunar Arte y política, buscando con ello sustituir el rigor academicista por una mayor libertad creativa, como manifiesta Clemente Orozco en su autobiografía:

«En aquellos talleres nocturnos donde oíamos la entusiasta voz del Doctor Atl, el agitador, empezamos a sospechar que toda aquella situación colonial era solamente un truco de comerciantes internacionales; que teníamos una personalidad propia que valía tanto como cualquier otra. Debíamos tomar lecciones de los maestros antiguos y de los extranjeros, pero podíamos hacer tanto o más que ellos. No soberbia, sino confianza en nosotros mismos, conciencia de nuestro propio ser y de nuestro destino» (CLEMENTE, 1970, p. 22)

En el esfuerzo por introducir a México en los cauces de la vanguardia, el Dr. Atl encontró otros dos hilos de los que tanto él como otros artistas contemporáneos y posteriores tirarían durante mucho tiempo: la creación de la sociedad Centro Artístico y la renovación del género del paisaje. La primera iniciativa, nacida a raíz de la citada exposición de 1910, tuvo el objeto de obtener superficies murales de parte del gobierno, pero el estallido de la Revolución retrasaría el nacimiento del Muralismo una década más.

En cuanto al tema del paisaje, resulta evidente, con lo ya dicho, que una personalidad inquieta, libre y trajinante como la suya no iba a dejar que el género pictórico del paisaje quedara desactualizado del contexto que estaba ayudando a forjar, y sus palabras en el siguiente pasaje de Gentes profanas en el convento, su autobiografía, son muy claras:

«Me había dado por completo a la interpretación del paisaje, por dos razones: la primera, por mi espíritu vagabundo, amante de las excursiones y de las expediciones, y, la segunda, porque mi temperamento de hombre independiente me impidió sumarme al grupo de pintores que trabajaban bajo la protección oficial, decorando edificios y pintando retratos» (DR. ATL., 2003, p. 62)

La primera línea marca ya una notable diferencia con respecto al paisaje decimonónico, caracterizado por un marcado aspecto contemplativo y de plasmación meticulosa de los detalles del medio físico, y que tuvo como máximo representante a José María Velasco (1840-1912), cuyas obras son auténticas panorámicas. En contraposición a ese paisaje de raíz academicista, el Dr. Atl plasmaba en sus lienzos una concepción basada en la mirada interior y no tanto exterior, lo que le condujo a un sintetismo cuya finalidad podía ser estética o simbólica, aspecto en el me detendré un poco más en el análisis iconográfico.

En definitiva, la pintura de paisaje, tanto la practicada por Murillo como por artistas que tomaron líneas diferentes, como Germán Gedovius (pintura de edificios, «virreinalismo») o Mateo Herrera (pintura plenairista, escuelas de pintura al aire libre), se convirtió en una vía de desarrollo fundamental para el Arte nacional.

ANÁLISIS COMPOSITIVO Y FORMAL

Si me he detenido mucho en contextualizar con cierto detalle la figura del Dr. Atl es por la importancia que ha tenido en el desarrollo de la pintura mexicana moderna, y gracias a ello podemos ahora afrontar la obra objeto de este artículo con mayor firmeza y conocimiento de causa. Pintada en 1960, a cuatro años de su fallecimiento, Cráter y Vía Láctea es un magnífico exponente de «aeropaisaje», neologismo con el que Murillo bautizó a este subgénero de la pintura de paisaje cuyo eje vertebrador es el punto de vista, adoptado desde un avión en pleno vuelo, medio de transporte que nuestro pintor tuvo que empezar a utilizar debido a la amputación de su pierna derecha a causa de documentar gráficamente durante un cuatrimestre de 1943 el nacimiento del Paricutín bajo unas condiciones extremas.

Cráter y Vía Láctea
Dr. Atl, Paricutín, Atl colors y óleo sobre cartón, ca. 1943, Colección Blaisten

El «aeropaisaje» no es solo fruto de sus viajes aéreos, sino que supone el culmen de toda una vida dedicada al estudio en vivo y con una intención casi científica de los fenómenos vulcanológicos, una carrera de alpinismo que inició con diecinueve años en las montañas de su Jalisco natal. Fue en 1903, a su regreso a México, cuando se adentró en los peñascales de uno de sus volcanes preferidos y sin duda uno de los más emblemáticos del país: el Popocatépetl. No solo es el eje de muchas de sus obras pictóricas, sino que en su producción literaria es también clara su preponderancia, siendo paradigmática Las sinfonías del Popocatépetl, de una profunda carga poética que ilumina una serie de pasajes que, pese a ser de 1921, perfectamente podrían aplicarse a la pintura que nos atañe:

«El cono formidable surgía entre un mar de nubes opacas, aislado en el espacio, solemne y callado en la profundidad de la noche tachonada de estrellas, cuyo cintilar era llovizna de luz suspendida en el aire» (DR. ATL, 1921, pp. 81-82)

A pesar de que, como él mismo afirmara en su autobiografía en 1950, aquel libro «carecía de valor literario y era muy poca cosa para ensalzar a tan gran señor como es el Popocatépetl» (DR. ATL, 2003, p. 50), lo cierto es que, junto con buena parte de su producción pictórica, es la prueba definitiva de su amor hacia la vulcanología en general y al Popocatépetl en particular.

Queda claro así qué volcán acapara el primer plano de la composición, y el que se aleja en la perspectiva curvilínea, resultante de su visión aeroespacial, es otro de sus favoritos: el Iztacchíhuatl. Con la adopción de este punto de vista, los volcanes pierden el carácter de sublimidad ante la erección del inmenso y recóndito universo, plagado de fuerzas mayores que resultan ininteligibles para el ser humano; es decir, enmudecen en calidad de microcosmos ante el sublime macrocosmos.

Siguiendo con la composición, esta obra de pequeño formato está claramente dividida en dos planos de semejante proporción que ya son anticipados por el título: el plano terrestre y el plano espacial. Además de estar separados por una abrupta e irregular línea de horizonte trazada por «los  lomos azulosos de las cordilleras» (DR. ATL, 2003, p. 90) que se van sucediendo en lontananza, la diferenciación queda acentuada por las armónicas gamas cromáticas empleadas: mientras que el paisaje terrenal está predominantemente conformado por tonalidades frías, sobre todo azules y verdes, el cosmos está cubierto por una especie de pátina anaranjada poblada de titilantes estrellas tras la cual una tenue nebulosa azulada constituye el único matiz frío junto con las casi imperceptibles auras verdosas.

Amén de nociones vulcanológicas, el Dr. Atl publicó en 1935 un libro sobre materia cósmica, Un hombre más allá del Universo, plagado de teorías e hipótesis que demuestran una cierta atracción hacia el ámbito espacial, en el cual se solía fijar con cierta asiduidad, como se puede leer en sus citadas sinfonías:

«El Universo entero derrama sobe [sic] el Volcán el imponderable fluído [sic] de sus astros -llueve luz- llueve la luz del Cosmos sobre el Mundo y la Montaña baña su cima nevosa en la nebulosa infinita del Caos pulverizado en soles» (DR. ATL, 1921, p. 113)

La perspectiva curvilínea y la plasmación del espacio exterior perceptible a vista de avión se complementan para generar una interesante sensación de infinitud que impide al espectador ver lo que hay más allá de ambos territorios.

Junto con ello, se puede apreciar, especialmente en el plano terrestre, la tendencia al sintetismo por la que apostó decididamente el Dr. Atl en su buscada renovación del paisaje, por lo que la masonita está repleta de largas y arrastradas pinceladas de óleo cuyo único objetivo es efectuar una somera pero eficiente descripción del medio físico tomado como referencia, tan solo el cono volcánico del Popocatépetl y las nubes que lo rodean estratégicamente reciben una mayor atención debido a su posición en primer plano, trazando respectivamente con mayor detalle sus «colosales estrías de nieve» (DR. ATL, 1921, p. 89) y sus «espirales pequeñas y sutiles» (DR. ATL, 1921, p. 83) con una técnica de su propia cosecha: los Atl colors.

En su constante deseo de innovar y experimentar, el Dr. Atl dio a luz a esta nueva técnica pictórica, muy versátil, sencilla y con numerosas posibilidades de aplicación, y que él mismo explica en su autobiografía:

«Están hechos (los Atl colors) con la fórmula de la encáustica griega, pero convertida en una barrita dura que pinta. Esa fórmula se compone de resinas, cera y el pigmento. […] como los tonos no se mezclan, el trabajo se realiza superponiendo capas, las que siempre están secas. […] Pueden usarse sobre cualquier superficie seca: papel, cartón, tela áspera, madera, cemento, etc., a condición de que la superficie que recibe el color no sea blanda ni flexible. Pueden usarse también sobre pinturas al óleo, a la acuarela, al temple o al fresco, con resultados sorprendentes» (DR. ATL, 2003, p. 63)

De esta manera, la creación de los Atl colors constituyó un paso más en su alejamiento de la rigidez académica, pues, además de rechazar las convencionales normas de dibujo, composición, color, iluminación, etc., comenzó también a utilizar materiales de fabricación propia, aunque sin rechazar del todo la tradición, ya que, como hemos indicado, mixtifica el óleo y sus encaustos solidificados.

Giuseppe Vellizza da Volpedo, El sol, óleo sobre lienzo, 1904, Galleria Nazionale d’Arte Moderna de Roma

El último punto a esbozar en esta parte del análisis es la luz, cuyo tratamiento comenzó a plantearse seriamente el Dr. Atl durante su formación en Italia, donde conoció, además de la obra de los grandes maestros del pasado, la de pintores de actualidad como el piamontés Giuseppe Pellizza da Volpedo (1868-1907). Aprendió las nociones de iluminación que iría modelando a través de sus lienzos, donde se aúnan figuras de buena factura y tonalidades apagadas con paisajes invadidos de una luz solar que perfila los contornos de los diferentes sujetos, llegando a un clímax con El sol de 1904, óleo desprovisto de la presencia humana donde el amaneciente astro inunda con sus incisos rayos toda la superficie visible.

Aplicando estos conocimientos al caso de Cráter y Vía Láctea y en comparación con El sol, las dimensiones del fenómeno lumínico de Da Volpedo son llevadas a un límite todavía mayor, ya que Murillo convierte al espacio estelar en el gran foco del paisaje mexicano. Debido a su condición de «aeropaisaje», es difícil discernir certeramente si estamos ante una escena diurna o nocturna, pero me inclino por esta última a causa de la abundancia de tonalidades oscuras como el verde musgo y por la manera en la que incide la luz sobre el paisaje, que no responde a los patrones propios del Sol, el efecto es consecuencia de la altitud.

ANÁLISIS ICONOGRÁFICO

La razón profunda que permite explicar la renovación del género paisajista impulsada por el Dr. Atl hay que buscarla en su faceta de caminante-pintor, esa que, como hemos dicho, marca distancias con Velasco y su generación.

El pintor jalisciense concebía cada una de sus excursiones como procesos vitales únicos que le permitían con cada nueva expedición conocer aspectos cada vez más íntimos del lugar visitado, la contemplación exterior cedió su testigo a la introspección, de tal forma que Murillo respondía en sus obras a impulsos internos que guiaban sus manos en vez de sus ojos. En una palabra, el Dr. Atl se sumía siempre en un estado de elación que le hizo ver al paisaje como una forma viva en su conjunto, idea que pudo ya esbozar con los cuadros del tridentino Giovanni Segantini (1858-1899), cargados de una profundidad poética que deriva en sus reconocibles trazos afilados, y que expresaba de la siguiente manera:

«Por principio de cuentas, yo nunca salgo «a buscar un paisaje»: siempre dejo que el paisaje me busque a mí, que se eche violentamente sobre mi sensibilidad» (DR. ATL, 2003, p. 64)

Cráter y Vía Láctea
Fotografía del Dr. Atl llevando a cabo un dibujo en vivo del Popocatépetl, muestra de la simbiosis entre el artista y su musa la naturaleza

Para referirse a las obras fruto de esta condición, la historiadora y crítica de Arte mexicana Elia Espinosa López emplea el término compuesto «cuerpo-paisajes», puesto que el cuerpo del Dr. Atl es parte fundamental de su proceso de gestación artística, creándose así una especie de simbiosis entre pintor y motivo a pintar, en este caso el paisaje. Como la misma historiadora expresa, Atl y el entorno natural «hacen el amor en una entrega mutua total y un intercambio de intensidades ascendentes» (ESPINOSA, 1986, p. 131), se establece una comunicación recíproca en la que ambas partes se aportan la una a la otra, y solo en pleno acto metamórfico logra el pintor una impresión visual que le permite, aunque no siempre convincentemente (decía en su autobiografía que las pinturas de volcanes, en comparación con los dibujos, «Tenían un aire de falsedad y eran poco emotivas»), plasmar el resultado de dicho intercambio sentimental y espiritual, razón por la que solía hacer pocos estudios preparatorios y ejecutaba directamente la obra con tal de capturar la espontaneidad y emoción primeras.

Ese intimismo por el que el Dr. Atl se deja llevar encuentra un lugar idóneo de expresión en el pequeño formato tan común entre los pintores de su época, con el que buscaban rebelarse contra el gran formato epopéyico típico de la pintura de historia.

Se genera así una potencial paradoja simbológica, ya que se está conteniendo en una superficie de reducidas dimensiones un espacio geográficamente inmenso, abrumador y sublime que, a su vez, es el desenlace de un proceso introspectivo que ha permitido el contacto íntimo de dos mundos de muy diferente raíz, como son la naturaleza y el ser humano. Por todo ello, si hubiera que encuadrar la obra de Murillo en un estilo particular, con todo lo que ello acarrea, sería el también apuntado por Espinosa de «realismo intensivo».

Quizás en algunos puntos del relato de su vida la historiografía todavía tenga que certificar severamente la veracidad de lo contado, habrá de intentar diferenciar en la medida de lo posible la figura de Gerardo Murillo del personaje del Dr. Atl, pero al leer testimonios de artistas como Diego Rivera nadie pone en duda que fue una persona dinámica, enérgica e irrefrenable en su afán de conocimiento:

«[…] se demostró (el Dr. Atl) prosista y poeta, vulcanólogo, botánico, minero, yerbero, astrólogo, hechicero, materialista, anarquista, totalitarista […]»

Dr. Atl, Autorretrato, 1959, óleo sobre masonita, Colección Blaisten

BIBLIOGRAFÍA

AA.VV., Arte Moderno de México, 1900-1950, México, Antiguo Colegio de San Ildefonso, 2000

ACUÑA GUTIÉRREZ, R.J., «El universo estelar del Dr. Atl», en Figuras: Revista académica de investigación, vol. 1, nº1 (2019), pp. 108-109

CLEMENTE OROZCO, J., Autobiografía, México D.F., Ediciones Era, 1970

DR. ATL, Las sinfonías del Popocatepetl, Ciudad de México, Ediciones México Moderno, 1921

___, Gentes profanas en el convento, México D.F., Senado de la Republica, 2003 (ed. orig. 1950)

ESPINOSA LÓPEZ, E., «Tiempo, fuerza y ascenso en el realismo intensivo del Dr. Atl. Proposiciones teórico-poéticas para una nueva interpretación de su pintura», en Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, nº56 (1986), pp. 125-140

RAMÍREZ, F., Modernización y modernismo en el arte mexicano, México, UNAM, 2008

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