COMENTARIO HISTÓRICO ARTÍSTICO DE ‘El CID’
CONTEXTO HISTÓRICO
Fue el marchante de arte Ernest Gambart, quien regaló “El Cid” al Museo del Prado en 1879, cuando la pintura aún estaba fresca. Lo hizo en nombre de su autora, Rosa Bonheur, como respuesta a la estima mostrada por la emperatriz Eugenia de Montijo.
Basta saber que fue la propia esposa de Napoleón III quien le entregara la Cruz de la Legión de Honor francesa como reconocimiento a su trayectoria artística, solemnidad que acompañó con un intencionado “El talento no tiene sexo”.
Pero la cosa no quedó ahí ya que la presencia de esta obra en España sirvió para engrandecer la fama de Bonheur que, también, logró recibir la Gran Cruz de Isabel la Católica, condecoración reservada a los grandes maestros. Y maestras.
Sin embargo, podría decirse que la emoción de la pinacoteca fue bastante… comedida. Seguramente porque, por aquella época, el talento sí que tenía algo de sexo, de género. Uno asignado y, además, excluyente.
Así que, a pesar de que la Bonheur ya gozaba de prestigio y fortuna; y tras algo como un apenas perceptible: “gracias, qué estupenda ejecución”, los responsables de tal insigne institución guardaron la pintura en sus almacenes de Alcalá de Henares.
Y allí estuvo cogiendo polvo 140 años. Sólo salió una vez de su guarida, en 2017, para formar parte de la muestra ‘La mirada del otro. Escenarios para la diferencia‘ como parte de las celebraciones del Orgullo Gay. Una vez fuera, ‘El Cid’ consiguió que Twitter hiciera su magia promovido por un clamor popular que rugió por su belleza.
Un movimiento (#UnaRosaParaElPrado) que surgió después de que el diseñador gráfico Luis Pastor admitiera en una entrevista a El País que: «no me lo podía creer. Es una artista con presencia muy poderosa en las mejores pinacotecas del mundo y nosotros la tenemos colgada en un peine en los bajos del edificio«.
El propio Pastor había alucinado pepinillos después de que Carlos González Navarro, técnico de conservación del museo, le confirmara que no se trataba de una obra prestada sino que era propiedad del museo.
Porque, claro, igual no era suficiente que Rosa Bonheur sea considerada una de las pintoras y mujeres más influyentes del siglo XIX. Y no sólo por su arte campestre y asalvajado, también gracias a un carácter inconformista y rompedor para su época.
La Rosa niña se crio bajo los preceptos del sansimonismo, una doctrina que combinaba cristianismo y socialismo promoviendo una sociedad más igualitaria y, entre otros aspectos, enfatizando el derecho de las mujeres a la educación. Su padre, también artista, estaba muy a tope con la causa y, en paralelo, su hija criada en plena Francia rural, con problemas para aprender a leer.
Para ayudarla a memorizar el alfabeto, su madre la animó a que eligiera un animal para cada letra y lo dibujara. Y así empezó a mostrar su talento precoz para el dibujo y un amor especial por la pintura de animales, que protagonizaría todas sus obras.
ANÁLISIS ICONOGRÁFICO
Rosa Bonheur era una animalier, o lo que es lo mismo, una artista especializada en la representación de animales. Aunque vivió y aprendió de Paris y de su Louvre lo que le molaba era la vida rural, la ganadería y sus escenas realistas pero con cierto tinte bucólico.
Un estilo que terminó derivando en cierto impresionismo en los últimos años de su carrera en los que le privó pintar animales salvajes como el propio Cid.
El Cid muestra el rostro, en primer plano, de un majestuoso león de ojos y melena brillantes. Digamos que el modelo no era del todo común pero lo que realmente la hizo verdaderamente revolucionaria en su época fue el planteamiento como retrato. Un género histórico reservado a los ilustres y poderosos.
Según Anna Klumpke, también pintora y su pareja, Bonheur comenzó a pintar felinos durante la guerra franco-prusiana. Su obsesión se centró sobre todo en los leones, animales que ocupan una importante parte de su producción.
Empezó usando los modelos del Parque Zoológico de París, y años más tarde, a la pareja que acogió en su propia finca, ambos de la subespecie del Atlas. Se enamoró de su fuerte y poderosa nobleza y su intención fue trasmitirlo con su obra.
La crítica coincide en que la obra goza de un enorme impacto por su propia belleza y realismo aunque sin obviar la capacidad expresiva del rostro del felino que, a través de una mirada imponente y desafiante, consigue un nivel de expresividad que le acerca al carácter y personalidad propiamente humanas.
Creado con trazo visto y protagonista bajo una luminosidad intensa, el encuadre sólo atiende a la cara del león dejando entrever una montaña desértica al fondo y el espacio merecido a la firma de la autora junto al año.
CURIOSIDADES
Más que curiosidades, para entender la obra de la artista, sus datos biográficos resultan de gran utilidad. Rosa Bonheur se consideraba a sí misma una «marimacho». Más que eso: «Yo era el más muchacho de todos». Quizá, incluso viniendo de ella, no es la expresión más apropiada pero sí comparte un sentimiento del que presumía y nunca buscó adornar.
Efectivamente, Rosa se sentía cómoda adquiriendo comportamientos propios de hombres y que, por suerte, en la actualidad no entienden de géneros.
Y sí, era lesbiana, algo sin importancia ninguna. Lo que sí la tiene es el hecho de que nunca renegó de ello y, curiosamente en esa época tan conservadora, a nadie pareció importarle demasiado, dado su buen hacer pictóricamente hablando.
“No tenía más alternativa que darme cuenta de que las prendas propias de mi sexo eran un estorbo total. Pero el traje que llevo es mi uniforme de trabajo, nada más, y si les incomoda lo más mínimo, estoy completamente preparada para ponerme una falda, ya que todo lo que he de hacer es abrir un armario para encontrar un amplio surtido de conjuntos femeninos”
Rosa Bonheur, en modo irónico «on»
Ahora bien, seguimos ubicados en un momento en el que el mundo era, literalmente, un campo de nabos y, como tal, liderado por preceptos machirulos y arrogantes.
Rosa tuvo que solicitar a las autoridades un permiso para llevar pantalones (que, según ellos, era vestirse de hombre), para poder asistir a las muy masculinas ferias de ganado que, casualmente, era un sitio muy ‘propio para materializar lo que a ella le gustaba pintar.
De este modo, las autoridades francesas (¿hombres? le concedieron una «autorización para usar disfraz» renovable cada seis meses. También le daba a los puros y le gustaba participar en cacerías; que fueron otro de los grandes temas de sus pinturas.
Menos mal que el Museo del Prado claudicó frente a las exigencias sociales en favor de reforzar lo diverso y múltiple contra el canon único. Desde una institución insigne, además. Aun hoy, puede que el visitante se incomode frente a ese encuentro inesperado, frente a un cuadro que rompe el canon uniforme, obsoleto y anacrónico.
‘El Cid’ es un rugido en medio de una ópera, un fogonazo en medio de unas paredes creadas para una raza exclusiva (de señores, de reyes de la selva) que sirvieron como referencia en el momento en el que se crearon los museos.
Han sido muy pocas las veces en las que la carrera artística y el reconocimiento de una mujer artista lograron eclipsar a sus homólogos masculinos. Rosa Bonheur lo consiguió.