COMENTARIO HISTÓRICO ARTÍSTICO DE EL VACÍO DEL ALMA
ANÁLISIS DE LA OBRA: Albert Gyorgy sabe de vacíos
Sí, Albert Gyorgy ya sabía de vacíos. Había experimentado antes con la ausencia de materia en otros de sus trabajos, también en bronce, como “Seúl II” (1982) u “Oiseaux” (1990).
En su “El hijo pródigo” también apela a la emotividad y el mundo interior del espectador (mediante la figura de un niño que, arrepentido, extiende a sus padres los brazos para que lo aúpen), investigando primero en el suyo propio.
“Melancolie” (título original de la obra que nos ocupa), traducido como “El vacío del alma” o “Escultura del alma vacía” resulta en un ejercicio de introspección. Adivinamos la figura de un hombre gracias a la presencia de sus extremidades, ya que en la parte que correspondería con pecho y estómago no hay nada, permitiendo al que observa ver el paseo del parque en que está emplazada la obra.
El peso de sus brazos descansa sobre los muslos. Sentado en un banco, afligido, derrotado, flexiona su cuello para mirar directamente a su interior.
Parece preguntarse: “¿Qué ha pasado con él?”; “¿Qué ha pasado conmigo mismo?”. Un interior que ya no existe -suponemos que en algún momento sí lo hizo- y que se prolonga infinitamente, como lo hace un espacio en el que solo hay aire, que nunca empieza y nunca termina, simplemente “está”.
La textura del bronce es rugosa, como si la figura estuviese sin terminar, incompleta o deteriorada, roída. ¿Tendrá que ver con ese vacío que ha dejado el alma? ¿Con la destrucción y recomposición que produce pasar por el dolor, quizá, por el duelo…?
No obstante, nuestro autor no es pionero en el uso de hoquedades como un elemento escultórico más: Henri Moore (Castleford, Reino Unido,1898) ya jugaba con formas cóncavas y convexas, invadiendo o despejando el espacio y Bruno Catalano (Khourigba, 1960) “el escultor de los inmigrantes” y coetáneo de Gyorgy, se relaciona con ellas de una forma similar a la suya: refleja en sus obras el pesar, esta vez del emigrante desarraigado.
Esculpe figuras humanas de las que extrae una parte estructural fundamental, sin la que, de estar vivo, no podría sostenerse. Sin embargo, y a diferencia de Gyorgy, ese vacío no forma parte de la obra, es una exclusión (a la figura “le falta algo”) más que una inclusión, esencial para la captación del mensaje.
Albert Gyorgy, artista plástico y escultor rumano (Lueta, Transilvania, 1949) ha sido, desde el principio, un hombre sufriente. Siguiendo su biografía, pertenece a una minoría étnica -la húngara- y comienza su vida viviendo la discriminación a la que ésta está sometida. Como miembro de una escisión del tronco “común” (el húngaro) sabe lo que es ser señalado con el dedo. Ser “el otro”, el diferente.
Esto no le impide desarrollarse como artista de éxito, organizando sus propias exposiciones también en el extranjero (Varsovia, Berlín, la ex Yugoslavia, Chile…), pero vive aislado, en soledad y con tristeza. Con mucha probabilidad, en el arte encontró un aliado para sobrellevar su carga: “Lo que no me deja solo es la ambición de creación, el impulso interior, la eterna tensión que al final me obliga a poner en materia mis más íntimos sentimientos y visiones”.
Con la muerte de su primera esposa -víctima de cáncer de mama- rompe vínculos con Rumanía y aprovecha una exposición en Ginebra para instalarse en Suiza, donde por fin podrá tomar aire y respirar más aliviado, dado que comienza una nueva etapa… y es aquí donde esculpe a nuestro hombre solitario.
Probablemente canalizó su propia pena tras el fallecimiento de su amada en esta escultura. Estaba experimentando pena y melancolía, sí, pero cualquier reflexión que no venga directamente de la boca del artista es pura especulación. Lo que si se puede percibir de manera más o menos objetiva es que hay una invitación a reflexionar sobre nuestra propia naturaleza y su transformación cuando estamos pasando por un evento traumático.
Algo cambia dentro de nosotros, algo se va, se desvanece. Cuando perdemos a un ser querido una parte de nosotros se va con él; ya no está. Pareciera que se nos hace un “agujero” físico, tangible, donde antes había una parte de nuestro cuerpo que estaba entera, sin el daño y sin magullar.
Es por un proceso de reconstrucción o metamorfosis que se van regenerando las capas, cubriendo ese vacío y rellenando el espacio, ese en que en la figura de metal se sustituye por la no materia.
Sobrecoge pensar que el trabajo del escultor se centró en generar un encuadre a, precisamente, la parte que no es tangible. Como si se tratara del marco de un cuadro; lo de alrededor es lo que centra la vista en lo importante: el contenido de la obra.
Gyorgy así juega con el aire y lo introduce en su escultura, haciendo que el mismo paisaje ginebrino forme parte de ella, de manera que se integra perfectamente con el entorno. Sin la parte que, precisamente, no fue trabajada por las manos del artista, esta obra carecería del sentido que tiene.
El material de la obra la hace perdurar indefinidamente en el tiempo. Para elaborarla, Albert Gyorgy dio forma al primigenio bloque de arcilla para luego fundirlo en bronce. Así hace con todas sus obras, pues tiene su propio taller de fundición. El caso es que, con esta, consigue adentrarse en nuestra esencia más profunda, lo que es común a todo ser humano: el sufrimiento y la propia consciencia sobre nosotros mismos y nuestra vida.
Una escultura que apoya lo que según el historiador del arte Georges Didi-Huberman (Saint-Étienne, 1953) es la esencia del arte de nuestros días: ”lo que vemos nos mira”.
Y es que “El vacío del alma” es un reflejo de lo que en su momento sentiría Gyorgy, pero se traduce en lo que puede sentir cualquiera que esté leyendo esto y que pasee por esas calles de Ginebra: los sentimientos son de carácter universal, comunes a todo país, todo idioma y toda cultura humanos.