Mezquita-Catedral de Córdoba

Ficha técnica

Título: Mezquita-Catedral de Córdoba
Autor: Desconocidos (mezquita), Hernán Ruiz I, Hernán Ruiz II, Juan de Ochoa y Hernán Ruiz III (catedral)
Cronología: 786-994 (mezquita) y 1523-1607 (catedral)
Estilo: Arquitectura hispanomusulmana y gótico-renacentista
Materiales: Piedra y ladrillo
Ubicación: Córdoba, España
Dimensiones: 190 x 140 x 9,5 m

COMENTARIO HISTÓRICO ARTÍSTICO DE LA MEZQUITA-CATEDRAL DE CÓRDOBA

CONTEXTO HISTÓRICO-ARTÍSTICO

Corría la mañana del 8 de noviembre de 2019, el frío otoñal azotaba con inclemencia en Moncloa, iban a dar las siete en el reloj y en el punto donde nos teníamos que reunir los alumnos de segundo de Historia del Arte estaba ya en posición la profesora de la asignatura “Arte bizantino y Arte islámico”, esperando nuestra llegada y la del autobús que nos iba a llevar, ida y vuelta, en uno de los días más exhaustos, pero también más apasionantes e inolvidables de nuestras vidas, a la que fuera capital del califato andalusí: Córdoba (Qurtuba). Cuatro horas y media con descanso incluido, tanto al ir como al volver, hubimos de soportar en nuestros cuerpos para visitar dos de las excelsas maravillas que dejaron los musulmanes a su paso por la península Ibérica: la ciudad de Medina Azahara y la Mezquita de Córdoba.

De todos los artículos que llevo redactados en este humilde y altruista blog, quizás sea este (por ahora) el que cuente con la introducción más personal de todos, pues responde a un momento de mi andadura existencial en el que se juntaron varios factores que hicieron de aquella etapa algo hermoso de recordar, y sería egoísta de mi parte no haceros partícipes, siquiera un poco, de un fragmento de lo que viví. Concretamente, ese día fue agotador por la pesadez de un viaje así en menos de 24 horas, y más habiendo dormido apenas tres por los nervios; por otro lado, hubo magia en el trayecto, un regreso al pasado califal durante la visita en sí, una compañía insuperable y el primer contacto con el amor, que, si bien concluyó de forma agridulce, servidor lo rememora siempre en términos de enorme felicidad. 

Si habéis leído mi entrevista personal para este mismo blog, veréis nada más pinchar en la entrada una foto mía en el interior de la mezquita cordobesa, si bien no la más agraciada por mi rostro, sí una muy valiosa tanto por el lugar que estaba presenciando como por las personas fuera de plano que me acompañaron todo el viaje. Dicho lo cual, y ya dejando atrás esta parte más íntima, centrémonos en el objeto del artículo, que se encuadra en esta serie de arquitectura en la que estoy pasando página a una selección cronológica de hitos que del Coliseo de Roma nos llevará al Empire State Building y más allá, pasando en esta ocasión por la milenaria Mezquita de Córdoba.

En enero recorrimos las tierras del Reino de Asturias al hilo de Santa María del Naranco, en cuyas venas circula el estigma iconográfico de la llamada “Reconquista” cristiana de Al-Ándalus, un largo proceso de guerra santa que terminó con la toma de Granada por los Reyes Católicos el 1 de enero de 1492. Esta vez vamos a darnos una pequeña vuelta por los territorios peninsulares del islam, que fueron integrados como una provincia más del Califato Omeya de Damasco a partir del 711, año en que, a las órdenes del califa al-Walid I, un contingente militar dirigido por Tarik y Muza obtiene la decisiva victoria contra el Reino visigodo de Toledo en la Batalla de Guadalete, saldada, entre otras cosas, con la muerte del rey don Rodrigo, evento trascendental que allana la rápida invasión de casi toda la vetusta Hispania.

Ahora bien, ¿de dónde viene la dinastía omeya, primera de la historia del islam? Esta familia, descendiente de comerciantes de La Meca, llega al poder de Damasco en el 661 tras poner fin al gobierno de los denominados califas ortodoxos, sucesores directos de Mahoma tras su muerte en el 632. Siguiendo las propias palabras del Profeta, quien aunaba en su persona una carga religiosa, política y militar, los califas damascenos emprenden en tiempo récord una serie de campañas que los llevan a obtener el dominio de un imperio que abarca desde el Indo hasta la ciudad francesa de Poitiers, ambas regiones en las que perdieron cruciales batallas en 732 y 738 respectivamente, marcando con ello la extensión territorial máxima del poder omeya.

Mapa que muestra el avance territorial del islam desde sus orígenes hasta el Califato Omeya de Damasco. Wikimedia Commons

El proyecto de conquista del Mediterráneo emprendido por los omeyas durante sus casi 90 años de califato conllevó, por un lado, la división del Mare Nostrum en norte cristiano y sur musulmán, pero, por otra parte, ello no supuso una absoluta e inmediata imposición de su cultura, tradiciones y valores artísticos sobre las zonas dominadas. La islamización de estos territorios fue un proceso, al igual que la romanización de antaño, lento, progresivo y, bastantes veces, no terminado de cuajar, por eso nos referimos al Arte omeya desarrollado en Al-Ándalus como un episodio con entidad e identidad llamado Arte hispanomusulmán. Quienes mejor explican esto son otros dos grandes especialistas del mundo islámico, Richard Ettinghausen y Oleg Grabar:

“Todas las tierras conquistadas por los musulmanes en el siglo VII, que durante mucho tiempo fueron el núcleo del imperio islámico, habían recibido la influencia del arte clásico de Grecia y Roma en su sentido más amplio”

(ETTINGHAUSEN, 1996, p. 28)

Este siglo de esplendor, que situó a las fuerzas de Alá en el mapa de la Edad Media, en las últimas décadas fue apagándose por varias razones, una de las más importantes las luchas internas entre clanes y tribus que no aprobaban las medidas del gobierno dirigente. Fue la facción abasí la que derrocó a la dinastía omeya en el 750, pasando a cuchillo a casi todos sus familiares, protagonizando con ello uno de los episodios más cruentos y sanguinarios de la historia. Y digo casi porque el único miembro de la masacrada familia omeya que consiguió huir de la carnicería abásida fue el luego conocido Abderramán I, que exiliado en tierras hispanas obtuvo suficiente apoyo como para ser nombrado emir en el 756. De no haber escapado a tiempo este único individuo de Damasco, quién sabe si hubiéramos presenciado en nuestra época una maravilla como la Mezquita de Córdoba.

Previamente a la llegada de Abderramán I al trono andalusí, este se definía como un emirato dependiente de Damasco, etapa que, por tanto, va del 711 al 756. Con el príncipe omeya ya convertido en emir, se da inicio al emirato independiente, paso previo a lo que acontecerá en el 929 con Abderramán III, que proclamará el Califato de Córdoba, volviéndose así Al-Ándalus independiente del Estado abasí, con capital en Bagdad, tanto en lo político como en lo religioso. Estos tres siglos de gobierno omeya son considerados por muchos como los más florecientes del Arte hispanomusulmán, y sin duda alguna un capítulo áureo dentro del Arte islámico en general, dicho sea esto sin desprestigiar las producciones posteriores: que nadie pase por alto el pequeño detalle de la Alhambra que nos legaron los nazaríes en Granada.

Conjunto de cuatro mapas que ilustran la evolución política de Al-Ándalus desde sus tiempos de emirato hasta la fragmentación en taifas. Web UnProfesor.com

Por tanto, lo que se está viviendo en “España” en estos momentos no es ya una simple influencia de Oriente, no hablamos de un contacto entre civilizaciones, sino de un “verdadero desplazamiento de la cultura oriental a nuestro suelo” (CHUECA, 2000, p. 292). Aplicado al Arte, y al hilo de lo que hemos apuntado en el anterior párrafo, el Arte hispanomusulmán en toda su extensión, y el omeya en particular, si bien parte de un contexto genérico como es el Arte islámico, es también, como explica el doctor especialista en la materia Antonio Eloy Momplet Míguez, “heredero y receptor de otras tradiciones artísticas que son las que colaboraron a darle su riqueza y su propia caracterización” (MOMPLET, 2008, p. 11). Es decir, el Arte hispanomusulmán es islámico, por supuesto, pero en verdad es mucho más.

A la fuerte impronta dejada por los romanos en Hispania hay que sumar el legado visigótico y el influjo coetáneo ejercido por el Imperio bizantino, todas ellas fuentes artísticas de primer nivel que van a ser clave para comprender la gestación del Arte andalusí en los tres primeros siglos de su existencia (MOMPLET, 2008, p. 20). Hasta la disgregación del califato cordobés en taifas independientes, si bien se entiende que hubo de desenvolverse una amplia y rica producción material en toda Al-Ándalus, lo cierto es que no se conservan tantos ejemplos como nos gustaría, de ahí que la Mezquita de Córdoba vea multiplicado exponencialmente su valor, pues en ella se codifica la historia de la dinastía omeya en la península Ibérica (JIMÉNEZ, 1989, p. 24).

Desde el diseño inicial de Abderramán I hasta la última ampliación de Almanzor, la mezquita aljama (mezquita mayor) de Córdoba fue ganando en monumentalidad y esplendor hasta convertirse en el emblema de la familia omeya en su rama andalusí, símbolo físico de la consolidación de su poder y estructura política (SOUTO, 2007, p. 40). A diferencia de otras construcciones, avasalladas por el imparable avance cristiano desde el septentrión, hemos de agradecer que este conjunto no fuera totalmente demolido, sino que “solo” se erigiera en su interior la catedral de la diócesis. Creo que no hará falta explicar con detalle al lector por qué escribo la palabra solo entre comillas.

ANÁLISIS COMPOSITIVO Y FORMAL I: LA MEZQUITA

La edificación cordobesa responde a la tipología de mezquita hipóstila, primera del islam y modelo preferente en la zona occidental de sus territorios. El origen de este tipo hemos de hallarlo, primeramente, en espacios al aire libre como plazas, lugar primitivo donde se efectuaban los rezos diarios y la oración del viernes, y, materialmente hablando, su punto de partida puede rastrearse en la casa de Mahoma en Medina, cuyo patio exterior fue adquiriendo poco a poco la función de centro para fieles. En función de la bibliografía consultada, uno puede leer en ocasiones la defensa de estas mezquitas de pórticos múltiples como “las verdaderas mezquitas, mientras que los otros tipos son, al fin y al cabo, degeneraciones del puro concepto de mezquita” (CHUECA, 2000, p. 288).

Esquema longitudinal de una mezquita hipóstila con sus partes debidamente indicadas. Blog Arte Cabañas

No entraremos al debate puritano de la esencia de la mezquita, mas sí debemos explicar cómo se estructura una mezquita hipóstila para poder entender en profundidad el ejemplo de Córdoba. Una mezquita, a diferencia de una iglesia, no se planifica como la casa de Dios ni el asiento de una asamblea jerarquizada (CHUECA, 2000, p. 286), ya que la religión musulmana sigue otros derroteros, el significado de la propia palabra islam nos da la clave de su interpretación: “sumisión”. El primer pilar dice que Alá es el único Dios y Mahoma su Profeta, por lo que el centro neurálgico de un templo de estas características es la sala de oraciones, donde los fieles se postran ante el Todopoderoso. No existe la figura del sacerdote, sino la del imán, guía espiritual que pronuncia desde el mimbar (púlpito) la jutba, un discurso con carácter político más que religioso.

Estructuralmente, a diferencia de las iglesias cristianas occidentales, que se desarrollan longitudinalmente al hacer uso del modelo basilical, las mezquitas hipóstilas se desenvuelven transversalmente, tomando como referencia el muro de quibla, orientado hacia La Meca, en cuyo centro se practica un punto que centra la atención, el mihrab, y lo precede un recinto privado donde se situaba el califa o sus dignatarios durante los rezos públicos, la macsura. De forma paralela o perpendicular, se disponen una serie de naves que constituyen la sala de oraciones (haram), la cual es precedida por un patio porticado (sahn) en cuyo centro se ubica la fuente para abluciones (sabil).

Esta tipología remata en altura con el alminar o minarete, torre desde la que el almuédano o muecín llamaba a oración a la población, hoy sustituido por una grabación emitida por megafonía. En los alminares construidos a lo largo y ancho de la historia de las mezquitas puede uno hallar un sinfín de variantes y modelos, formando un nutrido repertorio formal y estructural que los convierte en los elementos más icónicos de los templos musulmanes. En particular, los del islam occidental son de planta cuadrada y la escalera de subida se articula en torno a un núcleo central, siendo el de Córdoba una notable excepción.

La Mezquita de Córdoba y otras de Al-Ándalus cuentan, así mismo, con otra destacada excepción, y es que tienen su “Meca particular”, pues no están como tal orientadas hacia La Meca, sino desviadas al sur o ligeramente al sureste (JIMÉNEZ, 1989, p. 33). Se han apuntado varias hipótesis sobre este hecho, y casi todas tienen claro que no se trata de un error en los cálculos por parte de los arquitectos, al contrario, existe la posibilidad de que un refinamiento en los mismos resultara en esas coordenadas, o quizás se estuvieran fijando en la orientación de las mezquitas orientales de Siria (MOMPLET, 2008, p. 29), patria natal de Abderramán I, quien, con esta alteración del eje, por tanto, podría estar reivindicando el origen de la familia omeya. Los límites del solar y la inclinación del terreno hacia el Guadalquivir pudieron también ser factores decisivos (SOUTO, 2007, p. 42).

Plano de la Córdoba omeya donde se señalan la Mezquita de Córdoba (en verde), su orientación (en rojo) y el eje direccional hacia La Meca (en azul). Blog Reflexiones sobre un clasicismo contemporáneo

Con este preámbulo, vamos ya a sumergirnos en el análisis de las fases constructivas y ampliaciones de la mezquita cordobesa, reservando este epígrafe única y exclusivamente a la susodicha, tiempo tendremos en el siguiente apartado de analizar las intrincadas obras cristianas que se insertaron en el tejido arquitectónico de la obra andalusí. El punto de partida, como ya hemos anticipado, es Abderramán I, “el Emigrado” (756-788), quien sienta con su recinto las características constructivas, estéticas y espaciales que determinaron su procedural desenvolvimiento a lo largo del emirato primero y el califato después, razón por la que esta fase, junto a la de al-Hakam II, va a ser en la que más tiempo debamos detenernos dada su importancia.

Previamente al edificio musulmán, existía en Córdoba la Basílica de San Vicente Mártir, iglesia que con alta probabilidad tuvo que formar parte de un conjunto episcopal, ya que sus modestas proporciones no eran aptas para un culto compartido entre cristianos y musulmanes. Así, cabe suponer que, inicialmente, ambos pobladores convivieran sin mayores problemas hasta que el aumento demográfico y, con ello, el crecimiento de la comunidad islámica, llevara al propio emir a adquirir el solar cristiano en el 784-785. Gracias a las excavaciones emprendidas por Félix Hernández en los años 30 del pasado siglo, hoy pueden observarse expuestos vestigios de aquella basílica, destacando los mosaicos del pavimento, de notable raigambre romana.

Fragmento conservado del pavimento de la Basílica de San Vicente Mártir, decorado con mosaicos. Wikimedia Commons

Comprado el solar, Abderramán I puede entonces pensar en “levantar el chapitel simbólico que corone su obra de treinta años, la gran mezquita de Córdoba” (CHUECA, 2000, p. 294), es decir, inició la construcción a pocos años de morir, por lo que fue su hijo, Hisham I, quien culminó la empresa del padre. Vamos a empezar realizando una inspección de la planta, para cuyo estudio nos valdremos del plano situado bajo estas líneas, donde se señalan adecuadamente los límites de cada una de las etapas constructivas de la mezquita previamente a los aditamentos cristianos. Inicialmente, se proyectó una mezquita casi cuadrada, dividida en patio y sala de oraciones, conformada por once naves, la central más ancha y las de los extremos más estrechas, proyectadas perpendicularmente al muro de quibla y no paralelas, como en el que pudo ser su referente, la Gran Mezquita de Damasco.

Planta de la Mezquita de Córdoba donde se delimitan con colores sus fases constructivas. Wikimedia Commons

Yendo de fuera hacia dentro, lo primero que observamos son los muros perimetrales, construidos con sillares bien escuadrados, animados con gruesos resaltes prismáticos, coronados a su vez por merlones escalonados, y practicados por una serie de puertas cuya organización de fachada va a ser repetida con pocos cambios en las siguientes ampliaciones. No podemos denominar a los susodichos resaltes como contrafuertes en el sentido estricto del término, ya que no están contrarrestando ningún empuje, por lo que su eliminación no devendría en colapso estructural (FERNÁNDEZ, 1981, p. 8).

En cuanto a las puertas, tomamos como referencia para su análisis la más emblemática de todas, hoy conocida con el nombre de Puerta de San Esteban, originalmente Puerta de los Visires, abierta en el lado occidental. Se aprecia en ella una estructura tripartita, con dos cuerpos laterales de menor anchura y uno central que focaliza la atención, con el vano enmarcado por un arco de herradura y un alfiz, el más antiguo conservado de la arquitectura andalusí (MOMPLET, 2008, p. 39), y rematado por un tejaroz sostenido por unos elementos muy característicos del Arte hispanomusulmán que vamos a cansarnos de ver en el interior: los modillones de rollos. Este cuerpo central fue ampliamente reformado por el emir Mohammed I (852-886).

Fachada de la Puerta de San Esteban, abierta en el muro oeste de la Mezquita de Córdoba. Wikimedia Commons

Es el espacio interno el que proyecta la imagen que más ha calado en la cultura popular y en la Historia del Arte: todo el que vea una fotografía de aquí sabe que esta fue sacada en la Mezquita de Córdoba. Las once naves cuentan con doce tramos y, como hemos dicho en la planta, se trazan de forma perpendicular al muro de alquibla, no solo por una cuestión compositiva básica que ayuda a dirigir la mirada del fiel durante las oraciones, sino también por un tema estructural que resultó decisivo “en la ordenación espacial de la mezquita” (MONEO, 1985, p. 28). Todas se cubren con techumbres de madera a una altura de unos 9,5 metros por una razón más psicológica que puramente estructural, pues la población musulmana, particularmente los guerreros, aún acostumbrados a rezar al aire libre, no toleraban los espacios claustrofóbicos (FERNÁNDEZ, 1981, p. 14).

Vista interior de la Mezquita de Córdoba desde la sección de Abderramán I, mirando hacia el sureste. Wikimedia Commons

Para solventar esto, el arquitecto de la mezquita cordobesa exprimió su ingenio y sabiduría, diseñando una solución brillante para el alzado de las naves que supuso un notable progreso en relación a la Gran Mezquita de Damasco y otros precedentes. Partiendo de columnas reaprovechadas de edificios romanos y visigodos, unos arcos de herradura con dovelas alternas de piedra y ladrillo se asientan sobre cimacios y arriostran pilares que se enlazan a los mismos con los ya conocidos modillones de rollos. En vez de rellenar con muro macizo el espacio restante hasta el techo, se aligera el material y, con ello, los pesos, mediante un segundo nivel de arquerías, esta vez de medio punto, y dejando sin enjutar las del primero, decisión arriesgada pero que, a la postre, se demostró eficaz y “verdaderamente ingenieril” (FERNÁNDEZ, 1981, p. 14).

Parándonos un momento a pensar en esta hábil disposición, uno seguramente no tardará en preguntarse lo siguiente: si las columnas fueron extraídas de edificios diferentes, ¿no son sus alturas, por tanto, variables? Efectivamente, las dimensiones de unas y otras adolecen medidas diversas, razón por la que se tuvo que nivelar la altitud para que el primer nivel de arquerías arrancara de una imposta común. La solución adoptada fue un sillar cruciforme que, a la vez que actúa de salmer de dos arcos adyacentes, constituye la base de los modillones de rollos sobre los que van los pilares. Esta decisión, en cuanto escaseó el material de acarreo y se tuvo que fabricar desde cero, se volvió innecesaria, pues las piezas comenzaron a labrarse de forma estandarizada.

Estas mismas columnas de la fase de Abderramán I son las únicas de toda la mezquita que tienen basa, ya que en sucesivas ampliaciones los arquitectos prescindieron de ella. No fue esta, como os podéis imaginar, una decisión arbitraria, sino fruto de una cimentación individual para cada soporte y deficiente en calidad que comprometió la estabilidad de la estructura, una de cuyas consecuencias fue el hundimiento de las basas por debajo del nivel del suelo. De esta forma, a partir de Abderramán II, con la intención de mantener la continuidad formal, se prescinde de este elemento.

La alternancia bícroma que se practica en los arcos, además de enriquecer estéticamente el conjunto emiral, responde a una funcionalidad no siempre comentada, y es que la conjunción de las resistencias de la piedra y el ladrillo genera una flexibilidad capaz de soportar los procesos de dilatación y contracción (MOMPLET, 2008, p. 33). Esta solución arquitectónica no es original de los omeyas, sino que hunde sus raíces en el pasado Imperio romano y el coetáneo Imperio bizantino, de donde, a través de continuos trasvases, acabó penetrando en el ámbito musulmán.

Además de sustentar las techumbres de madera, el segundo nivel de arcadas funciona también como desagüe, ya que circula por su engrosada superficie un canalón que drena el agua de la lluvia hacia unas gárgolas situadas en los extremos del mismo. De esta manera, las once naves de la mezquita de Abderramán I actúan como si fueran acueductos que recorren el largo de la sala de oraciones, y por este motivo los tejados son a dos aguas e individuales por nave, para desempeñar así una labor canalizadora más efectiva.

Dibujo del alzado y la sección de las naves de la Mezquita de Córdoba. Blog Reflexiones sobre un clasicismo contemporáneo

Completarían este conjunto el mihrab, posiblemente una hornacina de la que hoy solo se conserva un nicho con forma de venera, y el primer alminar de la historia de la mezquita, levantado ya por el hijo de Abderramán I, Hisham I (788-796), cuyas marcas excavadas dan unas dimensiones aproximadas de 6 x 6 x 18-20 metros, pudiendo constituir uno de los primeros alminares turriformes del islam, aunque sobre su alzado aún se plantean serias dudas (MOMPLET, 2008, p. 35). Hixem I también proyectó una galería para mujeres y una fuente de abluciones en el patio.

Así llegamos a la primera ampliación de la Mezquita de Córdoba, planificada por el emir Abderramán II (822-852), desarrollándose las obras entre 833-848. Es ya en este punto donde constatamos por primera vez lo que hemos dicho anteriormente de que la estructura delineada por el arquitecto de Abderramán I, muchas veces definida como un “bosque de columnas”, resultó clave en la posterior ordenación espacial, pues se fijó un esquema perfectamente extensible en todas direcciones. Aquí radica una de las mayores ventajas de la mezquita hipóstila frente a los otros modelos, ya que, al disponer un espacio “indiferenciado y monótono, carece de límites, como el mismo desierto o un palmeral en el oasis” (CHUECA, 2000, p. 289).

Consciente de la enorme maleabilidad de la Mezquita de Córdoba, y ante el crecimiento demográfico de la capital del emirato, el arquitecto de Abderramán II, que auspició un periodo de bonanza para Al-Ándalus, emprendió una extensión hacia el sur de las once naves en ocho tramos. Esto supuso el derribo del primer muro de quibla y mihrab, mas no al completo, dado que habría ocasionado problemas de estabilidad estructural, sino que ciertos puntos fueron mantenidos en su posición y aprovechados con una doble intencionalidad: contrarrestar los empujes de las arquerías y marcar una separación visual entre la zona antigua y la nueva. Con ello, hubo de levantarse un segundo mihrab, el cual, según la información de que disponemos, tuvo un mayor desarrollo arquitectónico, anticipando así el que analizaremos de fechas del califa al-Hakam II (MOMPLET, 2008, p. 38).

Vista interior de la Mezquita de Córdoba desde la ampliación de Abderramán II hacia la Capilla del Lucernario de tiempos de al-Hakam II; donde hoy vemos la portada que da acceso a la misma estuvo el segundo mihrab. Wikimedia Commons

Con el fin de evitar los problemas vistos y comprobados en la obra de su predecesor, esta vez se optó por el uso de una cimentación corrida y no independiente para cada soporte, medida óptima que se perpetuó en el tiempo junto con la comentada prescindencia de las basas columnarias, propiciada por la necesaria elevación de la cota de suelo. Se mantiene también la tendencia a reaprovechar fustes de otras construcciones, pero también se va implementando gradualmente el trabajo ex profeso, destacando especialmente los capiteles, aunque solo conservamos de esta fase en torno a una docena de un total de ochenta (MOMPLET, 2008, p. 37). En ellos se perfila una estética propiamente hispanomusulmana que, partiendo de modelos corintios y compuestos, avanza hacia algo autóctono.

En el año 912 llega al trono emiral Abderramán III, quien, en el 929, empujado por la acuciante presión del Califato Fatimí de El Cairo, a su vez independizado del Califato Abasí de Bagdad, da el paso y se convierte él también en califa, fundando con ello el Califato Omeya de Córdoba, tercer gran califato en este contexto de disgregación de la unidad islámica. Ostentando tal título, entre el 951-958 promueve la tercera ampliación de la mezquita cordobesa, pero, a diferencia de la anterior, esta se proyecta hacia el norte y centra su programa constructivo en tres objetivos: ampliar el patio, erigir un nuevo alminar y reforzar la fachada septentrional del oratorio, sobre todo tras los daños que sufrió en el terremoto del 880-881.

La ampliación del patio llevó aparejada la construcción de galerías abiertas (riwaks) en todos los lados, salvo, evidentemente, en el que da acceso al oratorio, y aunque fueron rehechas en el siglo XVI, se respetó su estructura original en buena medida, basada en sucesiones de triples arcos entre potentes machones (MOMPLET, 2008, p. 42). En cuanto al refuerzo de la fachada hacia la sala de oraciones, lo que se ideó fue una duplicación de la misma tanto para suplir los daños del terremoto, que amenazaron con su desplome, como contrarrestar las cargas de las prolongadas arquerías, decisión que iba a ser crucial para la ampliación de al-Hakam II.

Pero qué duda cabe de que la joya de la política constructiva de Abderramán III fue el alminar, que sustituyó al de tiempos de Hisham I. Su estructura hoy yace bajo la torre-campanario de la catedral, y gracias a que no fue destruida se ha podido reconstruir su aspecto hipotético: era un coloso prismático de unos 47 metros de altura, con un primer cuerpo de fachadas simétricas dos a dos, animadas por vanos de herradura con alfices, y un segundo concéntrico y de menor diámetro con una sola apertura por lado y coronado por la cúpula con el yamur; las cornisas se animan con merlones escalonados. El elemento excepcional de este alminar es que, en vez de una única escalera en torno al núcleo central, alberga dos diferenciadas, acorde a las dos entradas al mismo, una desde el exterior y otra por el patio.

Maqueta a escala reducida que reconstruye el posible aspecto original del alminar de Abderramán III. Museo Arqueológico de Córdoba

Advertido estaba el lector desde el principio de qué dos fases iban a acaparar una notoria mayor atención en esta primera parte del análisis: la de Abderramán I ya la hemos abordado, toca ahora introducirnos en la ampliación de al-Hakam II (961-976). En sus momentos como príncipe heredero, su padre, Abderramán III, encargó a su hijo la tarea de supervisar las obras de la ciudad palatina de Medina Azahara (936-976), cuyo conocimiento todavía nos es parcial, pero en estos decenios del siglo X se detectan en la Mezquita de Córdoba patrones que, claramente, beben de allí, barajándose la posibilidad de que trabajaran en el templo algunos de aquellos talleres constructivos.

Este hecho y la circunstancia de que al-Hakam II, nada más suceder en el califato a su padre el 16 de octubre del 961, tomara como primera decisión en el cargo una nueva ampliación de la mezquita cordobesa, han llevado a la historiografía a pensar en que llevara fraguando su ambicioso plan desde que ostentara el puesto de supervisor de obras de Medina Azahara (MOMPLET, 2008, p. 41; ABAD, 2009, p. 10). Y salta a la vista, al contemplar su proyecto, que el pensamiento detrás de todas y cada una de sus partes no se concibió en poco tiempo, sino que se trata de una muy bien urdida empresa en el plano arquitectónico, decorativo y simbólico con la que se prestigia y sanciona el poder del califa como sucesor de Mahoma (ABAD, 2009, p. 10).

Con justicia se ha denominado a la ampliación de al-Hakam II como una “mezquita dentro de la mezquita”, ya que en tamaño se equipara más o menos a la de Abderramán I, y de igual manera que hiciera Abderramán II, esta se va a efectuar hacia el sur, siendo la última vez que se avance en esta dirección. La principal razón de que posteriormente no se prolongara la mezquita por el flanco meridional se debe a que, conforme se acercaban al río Guadalquivir, el desnivel aumentaba a marchas forzadas, y para poder mantener la cota de suelo vigente se tuvieron que realizar unos cimientos de siete metros de grosor y más de tres de altura, con todo el gasto económico y material que ello supone.

Planta general de la ampliación de la Mezquita de Córdoba proyectada por al-Hakam II. ABAD, 2009, p. 11

Consecuencia del espesor de la cimentación fue la erección de un muro no menos grueso, de unos seis metros, en este lado sur, hecho que permitió compartimentar su superficie en una serie de estancias donde se van a desplegar las mejores y más ricas soluciones arquitectónicas de la mezquita, fruto de un gobernante con altos niveles de exquisitez y refinamiento. El mihrab, que como veremos en unos instantes ya no es un simple nicho en la pared, está flanqueado por cinco habitáculos de planta cuadrada a cada lado, siendo las más relevantes las adyacentes, una destinada al pasadizo privado del califa (sabat) y otra a la sala del tesoro (bayt al-mal).

Antes de analizar en profundidad el que sería el tercer mihrab de la historia de la Mezquita de Córdoba, debemos preguntarnos primero qué se hizo con el segundo, el de Abderramán II. De igual manera que pasó con el de Abderramán I, si bien la demolición del muro de quibla era necesaria para efectuar la transición hacia los doce nuevos tramos del oratorio, esta no fue absoluta para eludir posibles percances estructurales, sino que se reformó como arquería transversal que actuara a modo de contrafuerte, por un lado, y también como elemento delimitador hacia la ampliación de al-Hakam II, por otro. Esta diferenciación de espacios va a quedar resaltada y engrandecida en el tramo central y sus laterales, estableciendo en estas naves de principio a fin un sector privilegiado y aislado del entorno que se ha convertido en el epicentro de numerosas investigaciones e hipótesis.

A modo de pórtico, el arquitecto de al-Hakam II diseñó en el inicio de la nave central, de cara al mihrab, por tanto, la llamada Capilla del Lucernario, rebautizada en el siglo XVII como Capilla de Villaviciosa al trasladarse a su interior una imagen de la Virgen procedente de la localidad de Villaviciosa de Córdoba. Tanto este como los tramos colindantes, en vez de ser proyectados con arcos de herradura, lo hacen con bellos arcos polilobulados, que, si bien ya habían sido empleado con anterioridad, ahora por primera vez se emplean con fines constructivos y no solo ornamentales (MOMPLET, 2008, p. 45). El arco que permite el acceso a esta capilla desde la zona de Abderramán II fue reemplazado por una portada cristiana de estilo renaciente, en cuya composición podéis deteneros un par de imágenes más arriba.

Interior de la Capilla del Lucernario o Capilla de Villaviciosa. Wikimedia Commons 

La Capilla del Lucernario, acogida como cabecera de la primera catedral gótica incrustada en el interior de la mezquita, está delimitada por tres intercolumnios por lado, con columnas que alternan fustes rosados y azulados, y cuyos capiteles mantienen la esencia compositiva del orden compuesto. Sobre ellos apean elaborados juegos de arquerías en varios niveles, el inferior de arcos polilobulados, el superior de herradura con otros tantos polilobulados superpuestos a sus roscas, y uno de remate, también polilobulado, sin función sustentante, meramente decorativo. Buena parte de sus superficies están ricamente cuajadas de yeserías caladas con motivos geométricos y de ataurique que anticipan lo que veremos magnificado en la zona del mihrab.

Mirando hacia arriba apreciamos en toda su gloria una de las grandes aportaciones de la arquitectura hispanomusulmana de este esplendoroso periodo: las bóvedas de crucería califal. Al igual que los alfices o los modillones de rollos, estas bóvedas pasan a nutrir la riqueza del lenguaje arquitectónico andalusí, apreciando ya en la Mezquita de Córdoba las enormes posibilidad plásticas y creativas de entrecruzar los nervios periféricamente. La bóveda de la Capilla del Lucernario, en concreto, dispone de cuatro pares de nervios paralelos que delimitan un cuadrado central y una serie de espacios auxiliares, cubiertos casi todos con gallones, y plementos por donde se abren ventanas que iluminan el interior y la senda hacia el mihrab.

Vista de la nave central hacia la macsura y el mihrab de al-Hakam II. Página web oficial de la Mezquita-Catedral de Córdoba

Desde aquí seguimos recorriendo la nave central camino al mihrab, observando en el trayecto que se ha respetado casi íntegramente el alzado de doble nivel de arquerías con dovelaje bícromo alterno vigente desde tiempos de Abderramán I, únicamente se han adosado a los pilares del segundo nivel pilastras con profusos relieves. Corre por el perímetro superior de la nave central una cenefa epigráfica cuyos fragmentos han permitido leer un mensaje religioso en loor de la fe y recordando la constante intervención de Dios en el destino humano (ABAD, 2009, p. 18). La nave central se cruza en su extremo con un transepto delimitado por una arquería, generando ello una planta en T, cuyos orígenes radican en la arquitectura abasí y cuyo “tímido anuncio” pudo ya trazarse en la ampliación de Abderramán II (SOUTO, 2007, p. 50).

Cruzada la arquería transversal, donde vuelve a practicarse un primer nivel de polilobulados y un segundo de herradura, aunque sin las pretensiones vistas en la Capilla de Villaviciosa, quedamos cobijados por el vestíbulo del mihrab, espacio perfectamente acotado y resaltado en planta y alzado que, por ende, recibió un tratamiento de primer orden. Estos seis tramos son considerados tradicionalmente la macsura de al-Hakam II, mas se ha formulado en este sentido otra hipótesis bajo la cual la macsura englobaría el total de las tres naves centrales, desde la Capilla del Lucernario hasta el mihrab, espacio longitudinal que quedaría separado del público mediante mamparas de madera, creándose así un oratorio privado para el califa (ABAD, 2009, p. 14).

Perspectiva aérea de la mezquita de al-Hakam II, apreciando a ambos lados de las tres naves centrales las mamparas de madera. ABAD, 2009, p. 15

A este ámbito privativo del poder se accedía mediante un pasadizo secreto que conectaba la mezquita con el alcázar, situado justo en frente, que cruzaba por encima de la calle: el sabat. Se tienen noticias de esta práctica en la Mezquita de Córdoba desde tiempos del emir Abdalá I (888-912), quien se desplazaba sin ser visto hacia la macsura construida por Mohammed I. Siguiendo esta práctica del “soberano oculto” o “soberano distante”, propia del ceremonial abasí (SOUTO, 2007, p. 52), al-Hakam II mandó construir un pasadizo cubierto que conectara el alcázar con un postigo en la fachada occidental de la aljama, todavía hoy visible, desde donde, cruzando la puerta alojada en el muro de quibla, llegaría a su oratorio evitando la mirada civil.

El secretismo del califa solo podía hacer intuir al grueso de la población el poder del que era dueño, reflejado, como hemos dicho, en su ampliación de la Mezquita de Córdoba en general, en las tres naves centrales en particular, y en el vestíbulo del mihrab en concreto. Los dos tramos finales de dichas naves quedan agrupados en forma de tres espacios cuadrangulares delimitados por dos intercolumnios en cada lado, separándose unos de otros mediante la misma solución en altura usada en este sector de la arquería transversal. Así mismo, todas se cubren con intrincadas bóvedas de crucería califal que tejen estrellas de ocho puntas cuyos nervios descansan en sendas columnillas y generan vanos que inundan de luz este sagrado espacio.

Bóveda de crucería califal que cubre el “antemihrab” de la Mezquita de Córdoba, ornada con brillantes mosaicos bizantinos. Wikimedia Commons

Por su cercanía al mihrab, es el espacio de la nave central, el “antemihrab”, en el que más énfasis se puso a la hora de diseñar su estructura y programa decorativo. La transición de la planta cuadrada a la octogonal se efectúa por medio de arquillos polilobulados en las esquinas que actúan como trompas. De aquí parte la estrella, diferente a la de las bóvedas laterales, pues nace de la convergencia de dos cuadrados girados 45º, los cuales auspician un octógono concéntrico de menos diámetro. Paulatinamente, se va evolucionando hacia una cubrición de base mixtilínea formada por gallones separados por nervaduras, y todo se recubre, en vez de con decoraciones caladas, con suntuosos mosaicos de fondo dorado que dibujan motivos vegetales principalmente.

Tanto para estos mosaicos como los de la fachada del mihrab el propio califa, mediante correspondencia, pidió al basileus Nicéforo II Focas que enviara a un artista musivo de renombre desde el Imperio bizantino al Califato omeya de Córdoba, y en verdad solo así se explica tanto el estilo compositivo como la riqueza y finura de las teselas con que se urden estas decoraciones. En esta elección del mosaico como medio artístico con el que recubrir los espacios más importantes de la mezquita puede notarse la voluntad de al-Hakam II de emular monumentos de aquella Siria omeya de la que desciende, como la Gran Mezquita de Damasco, que también contó con artistas bizantinos para acometer la decoración teselada de sus superficies.

La obra maestra del artista bizantino que intervino en la Mezquita de Córdoba es, sin duda, la fachada del mihrab, si bien por ello no merecieron menor atención las de la sala del tesoro y el sabat, hábilmente trazadas y organizadas en cada uno de sus detalles. La fachada principal se divide en tres registros: el inferior lo conforman placas verticales caladas con ataurique, el intermedio sería el principal, con el arco de herradura, seccionado en falsas dovelas ricamente cubiertas con teselas rojas, azules, verdes y doradas, con enjutas o albanegas con profusos relieves florales que tienden al horror vacui y enmarcado por varios alfices cuyos espacios intermedios se rellenan con caligrafía cúfica; y el superior, articulado por siete arcos trebolados sobre columnillas que acogen nuevos mosaicos de temática vegetal.

Fachada del mihrab de al-Hakam II en la Mezquita de Córdoba. Wikimedia Commons

Las columnas que guardan el paso del “antemihrab” al mihrab fueron trasladadas desde el viejo mihrab de Abderramán II, constituyendo un homenaje simbólico del pasado y una clara muestra de respeto hacia los ancestros. Pasado el umbral, nos espera el primer mihrab habitacional de la arquitectura islámica (MOMPLET, 2008, p. 50), que ha trascendido con creces la condición de simple nicho practicado en el muro de quibla para convertirse en un espacio de planta poligonal cubierto con bóveda con forma de venera. Sus paredes se dividen en dos registros: uno inferior, con placas lisas de mármoles rematadas por una cenefa de caligrafía dorada; y uno superior, integrado por arcos trilobulados en cada paño del muro, el cual se orna con exuberantes estucos calados y remata en una inscripción coránica. Se registran aquí firmas de algunos artistas también documentados en Medina Azahara, nueva prueba del trasvase de talleres constructivos.

Vista del interior del mihrab de al-Hakam II, protagonizado por su excelsa bóveda conquiforme. Wikimedia Commons

La ampliación de al-Hakam II se completaba con un mimbar móvil de nueva factura que desapareció en el siglo XVII, leyéndose en las fuentes escritas alabanzas sobre su excepcional calidad; y la apertura de nuevas puertas en el lado occidental. Estas fueron restauradas por Ricardo Velázquez Bosco, quien llevó a cabo una labor cientificista y rigurosa entre 1887-1918 centrada no solo en las puertas, sino también en las recargadas techumbres lignarias de las naves del mismo al-Hakam II. Lo que más debate ha generado de esta restauración es la libertad con que el arquitecto dispuso una falsificación epigráfica que da prueba de su intervención en la Puerta del Espíritu Santo, alegando ante la RABASF que lo hizo porque el turista no sabe leer árabe y ya no resultaba adecuada una inscripción coránica (LAGUNA, 2013, pp. 76-77); por desgracia para él, ahora todos sabéis este secreto.

Fachada occidental de la mezquita cordobesa en tiempos de al-Hakam II; el vano más a la derecha, hoy aislado del acceso de la calle, fue en origen la puerta del sabat. Wikimedia Commons

Cabría tomar tan magnífica empresa como un ideal epílogo a la Mezquita de Córdoba, pero hay una última ampliación que no por menos espléndida debemos omitir, ya que estaríamos faltando a uno de los pilares del oficio del historiador del Arte. Cuando accede al trono califal Hisham II (976-1009), quien verdaderamente maneja los hilos del poder es su visir, Almanzor, ingenioso político y militar que provocó serios daños a los núcleos cristianos del norte mediante numerosas y violentas aceifas que ocasionaron el saqueo e incluso destrucción de ciudades importantes como León, Santiago de Compostela y Barcelona. Como usurpador del poder real, Almanzor vio en la mezquita cordobesa la oportunidad perfecta de justificar su imagen ante el pueblo y entroncarse legítimamente con la familia omeya.

Con esto en mente, ordena entre 987-994 una nueva extensión de la mezquita hacia el este en ocho naves con el correspondiente sector de patio, dotado de un pabellón de abluciones y un aljibe subterráneo; con ello, la suya fue en superficie la más grande de todas las ampliaciones ejecutadas en la Mezquita de Córdoba, pues casi duplicó todo lo anteriormente construido. La mayor parte de la historiografía especializada, sea desde el campo de la Historia del Arte, de la Historia de la Arquitectura u otro relacionado, califica con escasas concesiones esta fase como la menos interesante del conjunto, pues predomina la cantidad sobre la calidad y se prima la proyección de la posición política de Almanzor por encima de una obra con personalidad artística como vimos con al-Hakam II. Ello, por ende, se traduce en un predominio de la copia de la estructura anterior en vez de realizar una aportación creativa y original.

Ahora bien, y buscando siempre ser objetivos en lo que exponemos, hay que señalar, en primer lugar y para bien de Almanzor, que con su ampliación la mezquita cordobesa superó los 22000 m2, posicionándose con ello como la tercera mezquita más grande del islam en aquel entonces (MOMPLET, 2008, p. 57). En segundo lugar, la extensión proyectada no fue solo motivada por el deseo del visir de reflejar su grandeza, sino también por una evidente cuestión de crecimiento demográfico, ya que la población estaba aumentando de forma natural y también debido a la afluencia masiva de inmigrante bereberes. Tercero, elegir el este como punto hacia el que aumentar la superficie del edificio, aunque fue por razones prácticas, permitió a su vez que se conservara el mihrab de al-Hakam II, la zona más bella de la mezquita.

Dibujo de Miguel Sobrino González que muestra la reconstrucción hipotética de la mezquita aljama cordobesa previamente a las intervenciones cristianas. Historia National Geographic

Para conectar las zonas anteriores con la nueva de Almanzor, se tuvo que horadar el muro oriental por completo, usando como elemento de transición amplios arcos de herradura apeados en pares de columnas. El arquitecto que diseñó estas ocho naves pudo simplemente haberse limitado a copiar el esquema de dobles arquerías en toda la superficie, pero la imitación de la planta y alzado anteriores llegó también a asumir como parte del programa constructivo los contrafuertes de las mezquitas de Abderramán I y Abderramán II, aquellos que resultaron del derribo parcial de sus respectivos muros de quibla. Evidentemente, en esta extensión ya no tienen el mismo sentido que sus originales, sino que constituyen una nueva medida de legitimación política del puesto de Almanzor en el califato andalusí.

 Por otro lado, la ampliación de Almanzor supuso la desvirtuación de algunos de los principios que se habían logrado en el templo cordobés a lo largo de su historia. Primeramente, el sentido longitudinal que fue adquiriendo con las sucesivas fases se perdió, otorgando al conjunto una planta algo más cercana al cuadrado que remite hasta cierto punto al plan original de Abderramán I. Esto llevó aparejado también la descentralización del eje que lleva al mihrab de la quibla de al-Hakam II, que no fue continuada en las nuevas obras, sino que ese espacio fue rellenado con sendas arcuaciones; de esta forma, la pieza maestra del anterior reinado quedó desplazada y se rompió la simetría.

ANÁLISIS COMPOSITIVO Y FORMAL II: LA CATEDRAL Y MÁS ALLÁ

La época dorada que supuso el Califato de Córdoba para la historia de Al-Ándalus se truncó para siempre en el 1031, año en el que el territorio hispanomusulmán, completamente unificado hasta entonces, se disgregó en una serie de reinos independientes llamados taifas, perpetrando un debilitamiento irreversible del islam en la península que no fue pasado por alto por los monarcas cristianos. Aprovechando la ruptura de su integridad, la “Reconquista” avanzó sin dar ya marcha atrás, cayendo Córdoba a manos del rey Fernando III, “el Santo”, en 1236.

Se inicia así una nueva etapa de la historia de Córdoba, entre cuyas medidas estuvo la cristianización de la Mezquita de Córdoba no solo en el plano simbólico y titular, sino también en el arquitectónico, pues el que fuera emblema de la saga familiar omeya iba a convertirse en el protagonista de una serie de remodelaciones estructurales que, para bien o para mal, prolongaron la vida del edificio emiral y califal. El primer paso como tal no conllevó modificaciones del tejido arquitectónico islámico, tan solo se celebró su consagración oficial como iglesia de la Virgen María el 29 de junio de 1236, y tres años más tarde, en 1239, adquiere rango de Catedral de Nuestra Señora de la Asunción, siendo su primer obispo Lope de Fitero.

Durante dos siglos y medio, pese a pequeñas intervenciones destinadas a acomodar una parte de la mezquita a las necesidades del culto católico, el espacio fue muy respetado, pero es que incluso cuando se erigió la gran catedral del siglo XVI la resolución adoptada fue levantarla en medio de la sala de oraciones en lugar de derruir por completo la estructura islámica, como sucedió en ciudades como Toledo o Sevilla. La belleza de la Mezquita de Córdoba fue la principal razón de su salvación, ya que fue apreciada como maravilla única en el mundo por musulmanes y cristianos, como reflejan las fuentes, y si hasta alguien del rango de Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, ensalzó las virtudes de un edificio hereje bajo su perspectiva, qué decir del propio cabildo cordobés.

En este punto de la historia, está claro que la aljama cordobesa había trascendido su condición de “edificio de culto para erigirse en símbolo de la ciudad e incomparable trofeo para los vencedores” (SOBRINO, 2009, p. 154). Con esa idea de respeto y admiración hacia la obra de sus predecesores, eligieron como ámbito en el que celebrar los actos litúrgicos el inicio de la zona de al-Hakam II, convirtiendo la Capilla del Lucernario en el presbiterio de la primera catedral, dado su mayor nivel de iluminación, y el tramo adyacente al este en sacristía. Para ello, se cegaron los arcos del lado oriental, se elevó esta sección mediante unas gradas, se ubicaron las sillas de los canónigos en el cuerpo del coro, fundido en el bosque columnario, y se decoró la cabecera con un programa iconográfico al fresco datado hacia 1351 (ABAD, 2019, pp. 395-397).

Dibujo hipotético de la reforma inicial para la Catedral de Córdoba. ABAD, 2019, p. 396

Nos desplazamos ahora al siglo XIV para analizar las siguientes disposiciones adoptadas en el espacio hispanomusulmán, que siguen manteniendo un marcado afán de conservación de la estructura original. En esta centuria, se reforma la Puerta del Perdón, acceso desde el exterior al patio tal y como fue proyectado en tiempos andalusíes, y, sobre todo, se construye la Capilla Real, anexa al este de la Capilla del Lucernario. El debate en torno a su origen sigue candente en el ámbito académico, hallando posturas que, por un lado, defienden que se trata de una construcción califal o almohade, y otras que la califican de obra mudéjar mandada erigir por Pedro I (1350-1369) o su hermano Enrique II de Castilla (1369-1379) como panteón en el que descansaran los restos de su abuelo, Fernando IV, y su padre, Alfonso XI.

Buena parte de las fuentes afirman con abrumadora certeza que fue Enrique II de Trastámara quien ordenó su edificación en 1369, pero la idea de llevar a cabo una capilla funeraria en la Catedral de Córdoba es anterior, y de igual manera puede también serlo su origen. Alfonso XI mostró en vida el deseo de ser sepultado junto a su padre, Fernando IV, pero su cuerpo permaneció en la Catedral de Sevilla hasta su traslado a Córdoba en 1371 (ABAD, 2019, p. 403). Fue su hijo Pedro I quien mostró gran preocupación por cumplir aquel deseo, por lo que, aunque las crónicas han legado el nombre de su hermano, el fratricida Enrique II, como promotor de la Capilla Real cordobesa, es probable que él terminara en dos años una obra ya comenzada por aquel (ABAD, 2019, p. 406).

Se data una primera remodelación del presbiterio y la sacristía a la muerte de Fernando IV en 1312, año en que el nivel de suelo de la segunda, la que luego sería Capilla Real, se eleva metro y medio, alojando en un plano subterráneo una especie de cripta abovedada a la que se accede mediante una triple arquería tanto en el norte como en el sur. Si bien inicialmente los cuerpos de Fernando IV y Alfonso XI pudieron reposar en la planta baja, fue el ámbito superior donde finalmente se guardaron sus sepulcros (ABAD, 2019, p. 409), hasta que en 1736 se decidiera trasladarlos de forma definitiva a la Real Colegiata de San Hipólito.

Vista del ámbito superior de la Capilla Real de Córdoba. Página web oficial de la Mezquita-Catedral de Córdoba

Compositivamente, el interior de la Capilla Real de la Catedral de Córdoba se organiza en dos registros: uno inferior menos armónico y otro superior, más homogéneo. El primer nivel se divide a su vez en un zócalo de azulejería y arcos ciegos, ambas partes separadas por frisos; la disposición de arcadas en los lados occidental y oriental es tan diferente que casi parecen ejecuciones de periodos distintos (ABAD, 2019, p. 412). Pero nada iguala en belleza al segundo nivel, cuajado de decoraciones de raíz islámica cuyo máximo exponente es su bóveda, formada por pares de arcos entrecruzados a la manera de la Capilla del Lucernario, solo que adaptándose a una planta cuadrada, llenando toda la superficie de deliciosos mocárabes de yeso y abriendo dieciséis vanos en la base para inundar de luz natural el interior.

En caso de tratarse de una creación mudéjar, estaríamos ante uno de los múltiples ejemplos de la arquitectura cristiana hispana que demuestran el enorme influjo generado por las soluciones arquitectónicas de la arquitectura hispanomusulmana, concretamente de la Mezquita de Córdoba. La dispersión de las bóvedas de crucería califal podemos verla, por ejemplo, en la Iglesia del Santo Sepulcro de Torres del Río (Navarra), cuyo interior se cubre con una bóveda cuyos nervios se cruzan periféricamente y dejan un octógono en el centro. De igual manera, elementos como los alfices y los modillones de rollos van a permear la debatida arquitectura mozárabe o de repoblación, y en este caso la procedencia cordobesa es indiscutible.

Hecho este inciso, debemos avanzar hacia el reinado de los Reyes Católicos, época en la que, con el nombramiento del obispo Íñigo Manrique de Lara (1485-1496), se planifica la primera gran alteración estructural de la vieja mezquita cordobesa. Se traza en este espacio de recepción de la ampliación de al-Hakam II una verdadera nave gótica, cubierta con techumbre apuntada de madera sobre pilares y arcos fajones de piedra cuya superficie se cuadricula en casetones que alternan en patrón ajedrezado decoraciones vegetales e inscripciones latinas y griegas alusivas al Salvador. La cabecera, una vez más, fue la Capilla del Lucernario, y a los pies, cuadrando con la Puerta del Espíritu Santo, se abrió un rosetón. Ya no es la mezquita quien atraviesa el recinto cristiano, sino que ahora es la catedral la que invade el espacio musulmán.

Nave gótica de la primera catedral cordobesa. Wikimedia Commons

Si para esta primera catedral hubo que derribar una pequeña parte de las arquerías de al-Hakam II y desmontar el techo original, lo que se fraguó pocas décadas después en medio del oratorio fue un par de escalas mayor. Esta segunda catedral, que es la que sobresale en el horizonte de Córdoba, es la viva prueba de que, como dice el célebre arquitecto Rafael Moneo:

“El tiempo no es tan sólo pátina para la obra de arquitectura, y con frecuencia, los edifios [sic] sufren ampliaciones, incorporan reformas, sustituyen o alteran espacios y elementos, transformando la imagen, cuando no perdiéndola, que en su origen tuvieron.”

(MONEO, 1985, p. 26)

La arquitectura no solo pasa a través del tiempo, sino que el tiempo pasa a través de ella, pues ha sido, es y siempre será la más viva de todas las artes, y que hoy nos refiramos a tan magna construcción como mezquita-catedral convierte el caso cordobés en “uno de los edificios que mejor desempeñan su papel de testimonio de la historia” (MOMPLET, 2008, p. 27). El artífice de esta magnánima empresa fue el obispo Alonso Manrique de Lara (1516-1523), sobrino de Íñigo y hermano del famoso poeta Jorge Manrique (todos hemos leído en la ESO o bachillerato las Coplas a la muerte de su padre), y fue su decisión una de las más controversiales que puedan recordar los anales de la historia.

Volvemos a recordar en este momento el enorme aprecio que sentía la población e incluso la Iglesia castellana por el monumento omeya, lo que se tradujo en este periodo en la oposición frontal del pueblo cordobés y el cabildo catedralicio hacia la propuesta del obispo. Sin embargo, este apeló al mismísimo Carlos I, quien aprobó su plan en 1523, aunque las fuentes relatan que, durante su visita a Córdoba de 1526, al ver el boquete donde se instalaría la catedral, expresó que “Yo no sabía lo que era esto, pues no hubiera permitido que se llegase a la antigua; porque hacéis lo que puede hacerse en otras partes, y habéis deshecho lo que era singular en el mundo” (PONZ, 1988, vol. IV, p. 485).

No vamos a entrar al debate de si fue adecuado o no el derribo de una parte del patrimonio hispanomusulmán para hacer hueco a la catedral, nuestra intención es sintetizar esta nueva fase histórico-arquitectónica de la ya con derecho denominada Mezquita-Catedral de Córdoba. El arquitecto que se encargó de diseñar las trazas fue Hernán Ruiz I, “el Viejo”, maestro de obras ya presente en la catedral sevillana que acometió una difícil tarea al tener que ensamblar un edificio tardogótico-renacentista en la malla columnaria de una mezquita hipóstila, y que su proyecto triunfara nos habla del profundo conocimiento que poseía de ambas arquitecturas (MONEO, 1985, p. 33).

Antonio Almagro Gorbea, planta de la Mezquita-Catedral de Córdoba. Colecciones de la RABASF

De una forma eficaz, práctica y económica, Hernán Ruiz desarrolló una planta con la que se aprovechaban las propiedades estructurales de algunos de los elementos más destacados del templo islámico. Diseñó una iglesia de cruz latina, con una única nave de seis tramos de grosor cuya pared septentrional empleaba como contrafuertes los restos del muro de quibla de Abderramán I y su idéntica prolongación en la ampliación de Almanzor, teniendo tan solo que construir nuevos refuerzos en el lado meridional y los correspondientes soportes para los arbotantes. Por su parte, el transepto comprende el espacio de dos naves del oratorio musulmán, sus brazos tienen un largo de tres tramos y el crucero toma forma elíptica en vez de circular debido a que su anchura es solo de dos tramos y no de cinco como la nave.

Antonio Almagro Gorbea, planta de bóvedas de la Catedral de Córdoba. Colecciones de la RABASF

Hernán Ruiz I no pudo ver su obra concluida, razón por la que este proyecto terminó convirtiéndose en una verdadera empresa familiar, continuada primero por su hijo Hernán Ruiz II, quien levantó los muros del transepto y las recargadas bóvedas de crucería de los brazos del mismo y del tramo de la Capilla Mayor, que combinan nervios rectos y combados. En un paréntesis continúa la labor Juan de Ochoa, encargado de abovedar la zona del coro con medio cañón al más puro estilo renacentista y el crucero con una majestuosa cúpula oval, y finalmente la catedral es consagrada en 1607 mientras está de maestro de obras Hernán Ruiz III, nieto del primero.

Fotografía de la bóveda del coro y parte de la cúpula del crucero a mano derecha. Wikimedia Commons

La pared de los pies de la iglesia quedó perfectamente alineada con la que fuera nave central de la Mezquita de Córdoba, luego descentralizada axialmente por la ampliación de Almanzor, que dirigía hacia el mihrab, de tal forma que el acceso principal, enmarcado por la Puerta de las Palmas, conduce los pasos del espectador. En estos tramos se configura un trascoro renacentista con el que se monumentaliza la entrada al recinto cristiano, amparada por una fachada de sencillas líneas constituida por un primer cuerpo con dos vanos flanqueados por pares de columnas dórico-toscanas y coronados por frontones triangulares, y un segundo a modo de ático cuyo marco central, guardado por columnas jónicas, sirve de morada a una estatua sedente de San Pedro.

Trascoro de la Catedral de Córdoba. Wikimedia Commons

En el extremo opuesto la estructura de la iglesia queda cerrada por el trasaltar, concebido como un muro anexo a las arcuaciones de una de las naves de Almanzor, apreciando en la solución ingeniada un claro ejercicio de respeto y adaptación a los elementos islámicos. Se divide en dos niveles, el inferior sustentado por arcos carpaneles cuyos entrepaños se rellenan con tracerías góticas, mientras que en el superior se concentra un programa escultórico con episodios del ciclo de Pasión y Resurrección, adaptándose sus tímpanos a la forma de los arcos de herradura hispanomusulmanes.

Parte del trasaltar de la Catedral de Córdoba. Wikimedia Commons

Antes de hablar del retablo y del coro, debemos volver a retomar la labor de Hernán Ruiz I y su nieto, autores de otras importantes reformas de la mezquita-catedral. El primero acometió la remodelación de las galerías del patio entre 1510-1516, que fueron rehechas respetando la estructura omeya, como ya dejamos apuntado, y su superficie se pobló de árboles y fuentes en tiempos del obispo Francisco Reinoso (1597-1601), conociéndose ya con el nombre de Patio de los Naranjos, al igual que su homólogo de Sevilla.

Por su parte, Hernán Ruiz III diseñó la estructura de la torre-campanario con que se cubrió el alminar de Abderramán III, un coloso de 54 metros de altura que constituye el punto álgido del skyline de Córdoba. El antiguo alminar fue reutilizado con funciones de campanario hasta que en 1589 un terremoto afectara a su estructura, proyectándose en 1593 una nueva torre que se concluyó en 1617, aunque una serie de condicionantes climáticos posteriores motivaron otras tantas restauraciones de su arquitectura. Compositivamente, consta de tres cuerpos de planta cuadrada, separados por sendas cornisas y balaustradas, y en sus esquinas se erigen pináculos rematados por bolas escurialenses; el cuerpo inferior queda anexo a la Puerta del Perdón, el tercero alberga las campanas bajo vanos de serlianas y se corona el conjunto con una linterna sobre la que se yergue una estatua de San Rafael.

Fotografía del Patio de los Naranjos con sus galerías y la torre-campanario de la Catedral de Córdoba. Wikimedia Commons

Tanto el abuelo como el nieto intervinieron también, aunque en periodos distintos, en lo que hoy es la Parroquia del Sagrario, situada en el ángulo sureste de la Mezquita de Córdoba. Hernán Ruiz I se encargó de reformar lo que fue la antigua Capilla de Santiago para acoger la librería capitular, y Hernán Ruiz III la transformó en sagrario a finales del siglo XVI. Este espacio, que abarca cinco tramos de tres naves, representa un nuevo capítulo del respeto profesado por los cristianos hacia la estructura musulmana, ya que mantuvieron las arquerías intactas en lo formal y reaprovecharon todos los elementos de época andalusí como soportes renovados de un programa de frescos iniciado en 1583 por el pintor piamontés César Arbasia.

Parroquia del Sagrario. Página web oficial de la Mezquita-Catedral de Córdoba

Podemos, ahora sí, volver al interior para analizar, en primer lugar, el Retablo Mayor, diseñado por el arquitecto jesuita Alonso Matías, cuya propuesta fue aprobada por el cabildo en 1618, aunque en 1625 se vio forzado a abandonar su puesto de maestro de obras (NIETO, 1997, p. 52). Su plan consiste en un retablo de mármol formado por predela, dos cuerpos y tres calles, todo enmarcado por columnas de orden compuesto y frontones curvos rotos. Se combinan óleos de mártires cordobeses, entre ellos San Acisclo, patrón de Córdoba, con esculturas exentas de bronce dorado, aportando más empaque y barroquismo a la estructura. En el centro del primer cuerpo se encuentra el tabernáculo, que configura una “metaestructura” de dos alturas rematadas por una cúpula con linterna también cupulada.

Retablo Mayor de la Catedral de Córdoba. Blog del proyecto de investigación Encrucijada de mundos: Identidad, imagen y patrimonio de Andalucía en los tiempos modernos

En frente del Retablo Mayor se dispone la sillería del coro, cuya esmerada talla corrió a cargo del escultor Pedro Duque Cornejo, que la comenzó en 1747 y la terminó en 1757, año de su fallecimiento, por lo que fue la obra final de su vida, valiéndole ello ser enterrado a los pies de la misma. No solo el material elegido es excepcional (caoba de las Antillas), sino también los relieves de los estalos, de un abigarramiento propiamente tardobarroco, siendo el culmen el trono del obispo, protagonista del conjunto donde Cornejo volcó sus máximos esfuerzos, pues la concibió al modo de un retablo (NIETO, 1997, p. 54). Esta espléndida pieza, ejemplo de manual de lo que significa la expresión horror vacui, queda presidida por la escena de la Ascensión de Cristo.

Sillería del coro de la Catedral de Córdoba, presidida por el trono del obispo. Wikimedia Commons

El patrimonio de la catedral es mucho más amplio, pero como no queremos seguir extendiéndonos mucho más, señalaremos únicamente los dos púlpitos, los dos órganos y el tesoro. Los púlpitos, realizados entre 1762-1779, están tallados en madera, igual que la sillería coral, y descansan sobre grupos marmóreos de los evangelistas. Los órganos, por su parte, fueron completados respectivamente en 1671 y 1827, y en el transcurso de su historia han sido objeto de varias restauraciones. En cuanto al tesoro catedralicio, está expuesto en la Capilla de Santa Teresa o del Cardenal Salazar, anexa a la sala del tesoro omeya, y su pieza estrella es la custodia, exquisitamente concebida por el orfebre Enrique de Arfe entre 1514-1518, a excepción de la base, que es un añadido dieciochesco (NIETO, 1997, p. 72).

Patrimonio de la Catedral de Córdoba: a la izquierda, púlpito del Lado del Evangelio; a la derecha, custodia del tesoro. Wikimedia Commons

Fuera de los límites de la nave y el transepto de la Catedral de Córdoba, otras reformas fueron ejecutadas en los siglos XVII y XVIII, la más destacada de las cuales fue la sustitución de las antiguas techumbres de madera con bóvedas de lunetos de yeso. Junto a este cubrimiento se disponen en cada nave una serie de lucernarios con los que se pretendía solucionar el problema de la escasa iluminación de la antigua mezquita, concluyendo de forma definitiva “la transformación cristiana del edificio” (CAPITEL, 1985, p. 45). También en el siglo XVIII se abren en la fachada sur de al-Hakam II una serie de balcones distribuidos en dos pisos que aportan todavía más luz al interior.

Cerramos esta segunda parte del análisis mencionando algunas capillas abiertas en los laterales del oratorio que destilan un notable interés histórico-artístico. En la nave oeste se halla la Capilla de Nuestra Señora de la Concepción, construida entre 1679-1672 y destacable tanto por la calidad de su retablo escultórico como los frescos de la antecapilla. Al sur tenemos la ya mencionada Capilla de Santa Teresa, sede del tesoro de la catedral que cuenta con un gran desarrollo en planta, cubriéndose al interior con una cúpula sobre tambor finamente ornamentada y mostrándose al exterior con perfil octogonal. Finalmente, traemos a colación, también en el lado sur, la Capilla de San Esteban por acoger en su seno la tumba del poeta cordobés Luis de Góngora y Argote.

Frescos de la antecapilla de la Capilla de Nuestra Señora de la Concepción de la Mezquita-Catedral de Córdoba. Wikimedia Commons

CONCLUSIÓN: ¿MEZQUITA, CATEDRAL O MEZQUITA-CATEDRAL?

Un viaje de más de un milenio como el que hemos experimentado todos juntos por la Mezquita-Catedral de Córdoba se merece un descanso, y ahora que tenéis conocimientos suficientes para valorar en su justa medida el paradigma de organismo arquitectónico vivo que supone, debo formular obligatoriamente la siguiente pregunta: ¿habría sido mejor que la mezquita hubiera permanecido intacta, que la catedral se luciera por encima de aquella mediante el derribo total de la sala de oraciones, o consideráis que con la sabia combinación de ambas se forjó una simbiosis digna de elogio y respeto?

Sabéis bien lo peligroso que es caer en los extremos, y más en un caso tan delicado como el que nos atañe, pues década tras década se ha ido generando desde el siglo XIX un profundo debate y polémica que ha acaparado la atención de los medios de comunicación. Por un lado, los viajeros románticos han legado una visión según la cual la España cristiana es un periodo oscuro frente a la luz que arrojó la extinta Al-Ándalus al Arte y cultura en la península Ibérica (SOBRINO, 2009, p. 171), y en ella hemos de rastrear la raíz que motivó las numerosas restauraciones del edificio musulmán, en un posible intento de “re-islamizar” el monumento cordobés (LAMPRAKOS, 2018, p. 49).

Actuando bajo ese platillo de la balanza, ya durante la Segunda República comenzó a proliferar una propuesta de traslado de la catedral cristiana piedra a piedra para así poder restaurar del todo la mezquita omeya. Esta idea cogió fuerza en las décadas del franquismo, pues el propio caudillo la apoyó dado el interés diplomático que suscitaba de cara a la política exterior, ya que ello le permitiría reforzar lazos con el mundo islámico (LAMPRAKOS, 2018, p. 50). El líder de este bando que anhelaba fervientemente mover la catedral de sitio fue el arquitecto Rafael de la Hoz Arderius, el mismo que investigó hasta el final de sus días la llamada proporción cordobesa, cuyo desglose no podemos ya permitirnos; aunque incluso recibió el apoyo del Ayuntamiento, la conferencia del ICOMOS (Consejo Internacional de Monumentos y Sitios) de 1973 frustró para siempre sus planes (LAMPRAKOS, 2018, pp. 50-51).

Tirando del otro lado de la cuerda se encuentran los defensores a ultranza de la Iglesia cristiana, que, al igual que los de la otra facción, están en posesión de posturas y perspectivas harto radicales y nocivas para la conservación patrimonial. El fortalecimiento de estas tiene un primer eslabón en la Transición y los estatutos de autonomía, coyuntura en la que, mientras Andalucía buscaba reivindicar su pasado islámico, la Iglesia llegó a negarlo rotundamente (LAMPRAKOS, 2018, pp. 52-53). Obcecada en este objetivo de aplicar la damnatio memoriae a la Mezquita de Córdoba, las autoridades eclesiásticas promovieron una serie de campañas y actuaciones propagandísticas con las que pretendían vender al público la “verdadera” historia del templo (LAMPRAKOS, 2018, p. 53).

Querido lector, te ruego que analices bien toda la información que has estado procesando en este tiempo para que no caigas en el error de inclinarte hacia un lado u otro, busca el equilibrio. Esa es precisamente la postura que lleva reflejando la UNESCO desde que declarara el centro histórico de Córdoba Patrimonio de la Humanidad allá por 1984. Ante esta declaración oficial, la Iglesia no tuvo más remedio que respetar el nombre de mezquita del monumento, ahora bien, no cejaron en su empeño de alegar que es la propietaria histórica y legítima (LAMPRAKOS, 2018, p. 54). En fin, contentémonos con haber deleitado nuestros sentidos con la Mezquita-Catedral de Córdoba.

Vista aérea de la Mezquita-Catedral de Córdoba. Wikimedia Commons

FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA

FUENTES

ANTONIO PONZ, Viaje de España, 4 vols., Madrid, Aguilar, 1988 (1ª ed. 1947)

BIBLIOGRAFÍA

  • ABAD CASTRO, C., “El “oratorio” de al-Hakam II en la mezquita de Córdoba”, en Anuario del Departamento de Historia y Teoría del Arte, 21 (2009), pp. 9-30
  • ___, “La Capilla Real de la Catedral de Córdoba. Algunas hipótesis sobre el mecenazgo real de la misma y su proceso de construcción”, en Anuario de Estudios Medievales, 49/2 (2019), pp. 393-426
  • CAPITEL, A., “La Catedral de Córdoba. Transformación cristiana de la Mezquita”, en Arquitectura: Revista del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid (COAM), 256 (1985), pp. 37-46
  • CHUECA GOITIA, F., Historia de la arquitectura occidental I. De Grecia al Islam, Madrid, Dossat, 2000
  • ETTINGHAUSEN, R. y GRABAR, O., Arte y arquitectura del Islam, 650-1250, Madrid, Cátedra, 1996 (orig. ing. 1987)
  • FERNÁNDEZ CASADO, C., “La estructura resistente de la mezquita de Córdoba”, en Quaderns d’arquitectura i urbanisme, 149 (1981), pp. 1-20
  • JIMÉNEZ MARTÍN, A., El Arte islámico, Madrid, Historia 16, 1989
  • LAGUNA BOLÍVAR, A., “Las restauraciones de Velázquez Bosco en la Mezquita de Córdoba”, en Al-Mulk: Anuario de Estudios Arabistas, 11 (2013), pp. 69-80
  • LAMPRAKOS, M., “Arquitectura, memoria y futuro. La mezquita-catedral de Córdoba”, en Quintana, 17 (2018), pp. 43-74
  • MOMPLET MÍGUEZ, A.E., El arte hispanomusulmán, Madrid, Ediciones Encuentro, 2008
  • MONEO VALLÉS, J.R., “La vida de los edificios. Las ampliaciones de la Mezquita de Córdoba”, en Arquitectura: Revista del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid (COAM), 256 (1985), pp. 26-36
  • NIETO CUMPLIDO, M., La Mezquita-Catedral de Córdoba, Barcelona, Editorial Escudo de Oro, 1997
  • SOBRINO GONZÁLEZ, M., Catedrales: las biografías desconocidas de los grandes templos de España, Madrid, La Esfera de los Libros, 2009SOUTO LASALA, J.A., “La Mezquita Aljama de Córdoba”, en Artigrama, 22 (2007), pp. 37-72

MEZQUITA-CATEDRAL DE CÓRDOBA

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