COMENTARIO HISTÓRICO ARTÍSTICO DE LA ÚLTIMA GOTA
CONTEXTO HISTÓRICO
A ti que te gusta el arte, Frans Hals te sonará. Es probable que bastante, de hecho. Era un máquina el señor, claro que sí. Ahora bien ( y por adelantado, ¡no te sientas culpable), quizá a Judith Leyster no la tienes tan controlada. No obstante, si me equivocado con el pronóstico, simplemente: «mis respetos».
Pero, tranquilidad, han sido muchos los años en los que afamados/as historiadores/as del arte han confundido el trabajo de una de las mayores exponentes del arte barroco neerlandés con el de su contemporáneo en estilo y ubicación. Y no se queda ahí la cosa, su maridito Jan Miense Molenaer también ha gozado de atribuciones y méritos no merecidos sólo por el hecho de ser macho al contrario que su mujer, la verdadera jefa del pincel.
Polémicas e injusticias aparte, démosle bola a la verdadera protagonista de este post. Su trayectoria fue corta pero intensa. Su primera obra la firmó en 1629 y el gusto por pintar se le acabó en 1635. Y ¿por qué la primera mujer en ingresar en el prestigioso Gremio de Pintores de San Lucas de Haarlem y pionera en tener su propio taller con varones como aprendices colgó los pinceles? Se casó, así de simple. Sí, con Jan, ese mismo que siglos después le seguía robando la autoría de sus obras.
A ver, yo quería dejar el temita de lado pero la realidad y veracidad histórica me lo impiden. El feliz matrimonio se mudó a Ámsterdam, engendraron cinco hijos y Judith pasó a ayudar a su marido, que por supuesto siguió pintando, atribuyéndole sólo a ella un par de cuadros hasta su muerte en 1660.
En honor a la verdad, también es cierto que parece que se le daban bien los negocios. Gestionaba varios edificios de Ámsterdam, Haarlem y Heemstede, algo que generaba mucho dinero a la familia. Haber formado parte del gremio le aportó una buena posición social y, a diferencia de muchas artistas del siglo XVII, sus pinturas se vendieron a precios similares a los de los artistas masculinos. Digamos que hizo billetes y Jan siguió sumando panoja a la economía doméstica gracias a su producción.
ANÁLISIS FORMAL E ICONOGRÁFICO
Judith era hija de padres cerveceros y no es de extrañar que ese espíritu de jolgorio fuera protagonista de sus obras. En esta misma, sin ir más lejos. A pesar de que resulta complicado lograr una escena realista a través de trazos poco precisos y algo precipitados, la pintora logra trasladar un sentimiento vivo, alegre, entusiasta. Precisamente esta pincelada vivaz es la «culpable» del parecido con Hals que vivió y trabajó en Haarlem en la misma época caracterizado por ese un estilo pictórico irregular.
A pesar del fumeteo y el bebercio sin mesura que llevan a los dos personajes a gozárselo como merece, ambos están acompañados de la muerte que sujeta el reloj de arena, la calavera y la vela. Interpretaciones aparte, yo me quedo con aquella que afirma que la obra representa la importancia de vivir disfrutando porque queramos o no, el esqueleto vendrá a buscarnos.
De este modo, consigue llevar a término la mezcla entre el costumbrismo alegre típico de la Edad de oro neerlandesa y la exaltación barroca de los cinco sentidos con la parte tenebrosa y fugaz de la vida.
Otro de los principales rasgos de su obra es claroscuro, típicamente barroco. Para ello, emulando lo más trendy del momento, jugaba con los efectos de la luz creando nítidos contrastes en oposición a la oscuridad. En la década de 1630, este recurso lo estaba rompiendo y muchos otros artistas hacían lo mismo, incluidos Rembrandt (1606–1669) y la escuela caravaggista de Utrecht que, por supuesto, imitaban el estilo del (Dios) Caravaggio.
CURIOSIDADES
Aunque espero haber dejado claro que la producción de Judith tiene entidad propia y su talento no se debe a nadie, que estaba en el círculo de Frans Hals es innegable. No se sabe si como alumna suya en el taller pero llegó a ser madrina de su hija y su marido sí que era discípulo del pintor. Así que, podría decirse que eran amiguis.
Y, para seguir suavizando la estopa, su rúbrica característica con la firmó sus cuadros: un monograma con sus iniciales enlazadas, junto a una estrella de cinco puntas como símbolo de su apellido (que significa “estrella polar”) puede que dificultara las tareas de identificación. Porque, además, quedó oculta bajo los pigmentos.
Pero, ¿quién ocultó el nombre verdadero sobre capas y capas? Pues mira, igual su amigui el propio Hals porque su nombre apareció como arte de magia. Fue en 1893 en una limpieza en el Museo del Louvre cuando se el escándalo vio la luz.
De hecho, el caso fue tan sonado que, incluso, se llevó a juicio y salpicó a los anteriores propietarios de la obra, la casa de subastas y el museo en una disputa por saber quién fue el/la autor/a real de la obra.
La obra en cuestión es ‘El trío alegre’ y la casualidad es que esta pintura estaba junto con nuestra ‘La última gota’ en la colección de la casa de subastas/comerciante británico Sir George Donaldson (1845-1925) documentada en 1903. Su estilo, temática y medidas hacen que se piense que, probablemente, ambas formaban pareja a modo de díptico.
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