COMENTARIO HISTÓRICO ARTÍSTICO DE SANTO TOMÁS DE VILLANUEVA DANDO LIMOSNAS
CONTEXTO HISTÓRICO
A la hora de hablar de Bartolomé Esteban Murillo siempre salen a relucir sus cuadros de temática religiosa, especialmente la iconografía de la Inmaculada Concepción, pero si algo retrató Murillo fue la realidad social que tuvo que vivir en su época.
Es por ello, que vamos a centrarnos en esta obra para ver un ejemplo perfecto de cómo concebía su pintura el artista sevillano, tanto en concepto como en técnica.
Primero, nos vamos a centrar en el contexto histórico de la Sevilla del siglo XVII, la que le tocó vivir a Murillo (1617-1682).
No se sabe exactamente la fecha de su nacimiento, pero si se sabe que fue bautizado en la real parroquia de la Magdalena de Sevilla el 1 de enero de 1618, por lo que debió nacer los últimos días del año 1617.
Estamos en el momento de mayor esplendor de la ciudad de Sevilla, puerto y puerta de América, contaba con la Casa de Contratación y la Casa de la Moneda, y una población de unos 130.000 habitantes, que atraídos por el oro que llegaba y la posibilidad de surcar hacia las Indias generaban una superpoblación que ninguna urbe española alcanzaba y pocas en Europa igualaban.
No sólo copaban la ciudad ciudadanos con interesas comerciales, también las órdenes religiosas se establecieron en Sevilla fundando multitud de conventos que con el tiempo pasarían a ser uno de los principales mecenas de Murillo.
De hecho, el primer encargo de importancia que recibe el pintor es por parte del convento de San Francisco (hoy Plaza Nueva) para decorar el claustro chico, dedicando a este trabajo 3 años (1645-48).
En estas obras, podemos ver que Murillo no tiene todavía el estilo propio que desarrolla en sus siguientes trabajos. Hay una marcada tendencia europeísta hacia el tenebrismo, seguramente debido a su formación siguiente modelos de Caravaggio.
Como ejemplos, destacar la obra San Francisco Solano y el toro, que se puede contemplar en el Real Alcázar de Sevilla. Todas las obras fueron expoliadas y repartidas durante la Guerra de Independencia.
Si se puede observar ya el interés del pintor en mostrar con dignidad a sus personajes, tomados del día a día de la ciudad de Sevilla, algo que entraremos en detalle a mencionar con la obra a analizar.
Como anécdota y reivindicación, resaltar que si se conserva en Sevilla la obra anteriormente mencionada es por la misma razón por la que se mantiene en su lugar de origen la pintura La última cena (1650) de la iglesia de Santa María la Blanca.
Durante la Guerra de Independencia, el mariscal Soult, un “enamorado” de la pintura de Murillo, vino con la clara intención, y lo hizo, de expoliar todos sus cuadros.
Estas dos obras se salvaron porque francés, desde su ignorancia, sólo comprendía que la obra del pintor sevillano pudiera tener luz y no catalogó como “Murillos” dos pinturas con claroscuros tan marcados como estos.
Por su ignorancia, tuvimos la fortuna de conservarlos en Sevilla, por su ambición perdimos el resto de obras que seguimos a la espera de que retornen a los espacios para los que fueron creados.
Retornando a la línea de tiempo donde nos habíamos quedado. Si algo marcó un antes y un después en la narrativa que iba a representar Murillo fue la epidemia de peste que asoló Sevilla en el año 1649.
Murió prácticamente la mitad de la ciudad, se calculan que 60.000 personas perdieron la vida a causa de esta enfermedad.
La peste bubónica no entendía de clases, afectó a todos los segmentos de población, por destacar una de sus víctimas fue el escultor Juan Martínez Montañés, que fue enterrado en el mismo templo que fue bautizado Murillo. Pero la realidad era que las clases populares fue la que padeció con mayor crueldad el azote de la peste.
Y es aquí donde entra Murillo y el cuadro del que vamos a hablar. Aunque para ello, primero veamos quién fue Santo Tomás de Villanueva y el porqué de su elección a la hora de representarlo.
Tomás García nació en Fuenllana (Ciudad Real) en el año 1486, aunque al poco tiempo se mudó y vivió toda su juventud en Villanueva de los Infantes, en la misma provincia de Ciudad Real, de ahí el sobrenombre.
Al parecer, sus padres se trasladaron allí intentando evitar una epidemia de peste que se había provocado por aquellos tiempos. La del siglo XVII no sería la única vez que se produjo, aunque su brutalidad si que no tuvo comparación.
Ingresó en la Orden de San Agustín y se formó en artes y teología en la Universidad de Alcalá de Henares. Su labor fue tal que llegó a ser confesor del rey-emperador Carlos I de Castilla. Tuvo gran fama en cuanto a su humildad y preocupación por los pobres.
El propio rey le ofreció el cargo de arzobispo de Granada, el más ambicionado junto al de Toledo, pero Tomás de Villanueva lo rechazó, ya que argumentaba que eso le alejaba de sus labores caritativas. Finalmente, fue obligado a aceptar el arzobispado de Valencia.
Tuvo una visión adelantada a su tiempo, de integración de culturas y, obviamente, con la intención de atraer al catolicismo a las otras vertientes religiosas, pero no a la fuerza, sino didácticamente.
Para ello, creó escuelas para moriscos convertidos. Aunque ahora veremos la temática que representa Murillo como un sacerdote “limosnero”, prefería enseñar a pescar antes que dar el pescado.
Se volcó en la asistencia social y en la caridad, dando trabajo a los pobres para así eliminar la pobreza de manera estructural y no como una solución temporal.
Destacó por su oratoria, atraía a múltiples asistentes durante sus sermones hasta el punto de que el propio Carlos I llegó a decir “Este monseñor conmueve hasta a las piedras”.
El arzobispo falleció en el año 1555 y acabó siendo canonizado en 1658 por el papa Alejandro VII, lo que nos lleva 10 años antes de que Bartolomé Esteban Murillo realizara esta obra, junto a otras tantas, en un encargo del convento de los Capuchinos de Sevilla.
ANALISIS FORMAL
Entre 1668 y 1669, Murillo realizó un serial de pinturas para la orden franciscana del convento de los Capuchinos de Sevilla.
Pese a ser un arzobispo agustino, como hemos mencionado anteriormente, la incesante tarea de caridad y su cualidad como limosnero, llevó al pintor sevillano a representarlo para transmitir ese valor a los monjes conventuales.
El tratadista Antonio Palomino (1655-1726), coetáneo de Murillo, recogió que el artista sentía especial devoción por esta obra suya, de la que más orgulloso se sentía y que la catalogaba como “su lienzo”. Por lo que estamos ante una de sus mejores obras, sin duda.
Centrándonos en la obra, se representa todo dentro de una iglesia, seguramente interrumpiendo uno de los famosos sermones de Tomás de Villanueva para centrarse en los pobres, su labor principal.
Con una arquitectura clásica, muy propia de los grabados italianos que circularían por Sevilla y que no distraen la atención de lo principal de la escena.
Al centro, aparece Santo Tomás de Villanueva, vestido con los elementos distintivos como arzobispo de Valencia con el cetro y la mitra. Realizando su actividad más conocida, la de santo limosnero. La luz se centra en él, ya que es el protagonista que da nombre a la pintura.
Una la de las principales habilidades de Murillo era a la hora de representar las manos y la gestualidad que puede transmitir con las mismas. Así se puede ver en las manos del santo cómo da las monedas a los mendigos y sujeta el báculo con firmeza, transmitiendo firmeza y preocupación por los que le rodean, mirando directamente al pobre con dignidad.
Esta es la principal característica en la pintura de Murillo, dar dignidad a todos sus personajes sin importar su rango social.
Y precisamente, pasamos a analizar a las personas que acuden alrededor del arzobispo para pedir esa limosna. Nos centramos primeramente en el tullido que aparece en primer plano.
Debemos comprender que aunque hoy veamos esta obra en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, estaba pensada para ocupar una de las capillas laterales de la iglesia de un convento, y Murillo decide colocar en primer plano la planta de un pie sucio por completo de un mendigo.
Ningún artista anteriormente se había atrevido y seguramente la Inquisición lo impidiera en multitud de ocasiones, pero la habilidad, la sensibilidad y la dignidad que consigue transmitir el artista sevillano provoca que esta realidad que se veía en las calles de Sevilla durante los años de la Peste se pudiera trasladar al interior de un templo para su contemplación.
De nuevo, las manos del mendigo nos hablan, no necesitamos ver la cara del mendigo, el propio Murillo consigue transmitir con la gestualidad de la mano del pobre cómo está suplicando a los pies del santo que le dé una moneda para poder subsistir, mientras no es capaz ni de sostener con la otra mano el bastón que le permite caminar día a día.
En esta obra, consigue crear varias escenas dentro de la escena principal. Lo cotidiano es otra de las características principales de Bartolomé Esteban Murillo.
Si miramos la parte inferior izquierda de la pintura, parece que alguien se ha adelantado al tullido a la hora de conseguir una moneda. Adivinamos cómo un pequeño ha conseguido el donativo y sale corriendo a enseñárselo a su madre.
Una historia que sin duda Murillo tomaría del real en Sevilla, de las muchas veces que colaboró con el Hospital de la Caridad de Miguel de Mañara a la hora también de repartir donativos a los pobres.
Dignidad para los que no tenían nada, alegría incluso en la sonrisa del infante y amor de la madre que sin duda enlaza con la trayectoria de Murillo a la hora de representar a sus personajes populares sevillanos.
A la derecha, podemos ver el estudio psicológico también que ejecuta a la perfección, ya que cada uno reacciona de una manera distinta al momento que estamos viviendo.
Vemos un chico con pústulas en la cabeza, producido seguramente por la tiña, una infección micótica que afecta a la piel y que se contagia por contacto directo.
Lo que popularmente sería un apestado, Murillo le da su sitio, no lo oculta, es una realidad del momento y lo ubica con la mirada directa al arzobispo.
Al verlo nos plantea el momento psicológico que esa persona tendría que pasar, “¿me darán algo?”, “¿Se acercarán a mi o no me querrán cerca como de costumbre?”. La incertidumbre del que sufre rechazo a diario.
El estudio de los retratos es tal que los mejores investigadores de la figura del maestro barroco se han llegado a plantear que son retratos reales, como en el caso de este último niño del que el profesor Diego Angulo Íñiguez llegó a decir “si no es el mismo niño a quien Santa Isabel de Hungría lava la cabeza en el cuadro de la iglesia de la Caridad, debe ser hermano suyo”.
Más cercano a la línea costumbrista de Murillo es el anciano, que acaba de recibir el donativo y mira la moneda sin llegar a creerse todavía que la ha recibido.
Podemos llegar a sentir que va a besarla como cuando se recibe una estampa, como un auténtico tesoro que le va a permitir seguir un día más adelante, gracias al apoyo del arzobispo.
En contraposición, atrás una señora mayor con cara de pocos amigos y con la duda de si llegará a recibir algo de la limosna.
Si a todo este estudio social y psicológico a la hora de representar todas las edades y situaciones posibles, le unimos el trabajo de la luz y de los colores, que sin ningún tipo de pudor catalogamos que está a la altura del mejor Velázquez, no hace más que encumbrar a un artista que la tradición costumbrista y la historiografía no le ha hecho justicia a la hora de catalogarlo de un pintor agradable y que destacaba sólo por sus Inmaculadas.
Estamos ante un artista que pese haber podido trabajar para la Corte Real en Madrid, prefirió quedarse en Sevilla porque era donde tenía su inspiración, su implicación social y devocional, y sobre todo, su negocio.