COMENTARIO HISTÓRICO-ARTÍSTICO DE TORRES BLANCAS
CONTEXTO HISTÓRICO-ARTÍSTICO
1 de abril de 1939, Madrid cae definitivamente ante el bando sublevado. “La guerra ha terminado”, reza el último parte del general Francisco Franco.
Finaliza la Guerra Civil española, pero comienzan con ello los casi 40 años del franquismo (1936-1975). Las consecuencias de su victoria pronto se hicieron notar a todos los niveles.
El inicial aislamiento internacional, la implantación de un régimen autárquico, afectó de manera clara e inevitable al devenir artístico nacional, que hasta los años 50 no vio señales de recuperación moral y material.
Aplicado al tema concreto de la arquitectura, la contienda y los primeros diez años del régimen frenaron casi en seco el desarrollo del racionalismo. La franja temporal de 1927-1936 alumbró ejemplos notorios de la personal arquitectura moderna española, tales como el complejo de Ciudad Universitaria o el segundo tramo de la Gran Vía, coronado por ese “faro urbano” que es el Edificio Capitol.
La atronadora artillería del bando nacional frustró el panorama arquitectónico que se estaba forjando durante la Segunda República, pero no logró devastarlo como sí hiciera con ciudades como Guernica.
Los arquitectos anteriores seguían vivos y trabajando en nuevas obras, aunque bajo un contexto sociopolítico, económico y cultural diferente. Ahí continuaban su labor figuras de generaciones maduras como Secundino Zuazo (Nuevos Ministerios, 1933-1942), Pedro Muguruza (Valle de los Caídos, 1940-1958, terminado por Diego Méndez González), Luis Gutiérrez Soto (Mercado de Mayoristas de Málaga, 1939-1942) o Luis Moya Blanco (Universidad Laboral de Gijón, 1948-1957).
Un breve vistazo a cada una de las obras mencionadas entre paréntesis nos proporciona la palabra clave con la que identificar la producción arquitectónica española del siglo XX en general, del periodo abordado en particular: eclecticismo.
Entendamos eclecticismo no solo como la confluencia en un mismo edificio de elementos lingüísticos procedentes de diversos estilos, sino y sobre todo como la coexistencia, pacífica o tensionada, de una pluralidad de soluciones, planteamientos e ideas muy diferentes entre sí.
La década de 1940 vino así marcada por una atmósfera en la que tuvieron cabida, por ejemplo, tanto una corriente tradicionalista y neoimperialista, que miraba a emblemas del pasado como el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, y que a Franco le vino muy bien para legitimar y asentar la imagen simbólica del régimen; como una minoritaria tendencia racionalista que poco a poco tendría mayor resonancia.
Pese a que los arquitectos podían libremente bascular entre unos lenguajes y otros en función de los encargos, podemos nombrar a un representante principal en cada movimiento. La continuidad clasicista la encarnó especialmente Moya Blanco, mientras que una denominada corriente de transición tradicional-moderna es expresada por Gutiérrez Soto.
Estos fueron los dos arquitectos que más influjo ejercieron en las jóvenes generaciones, en las que se inició un proceso decidido de no retorno desde 1949 hasta 1970, periodo en el que España se puso “en busca de la modernidad pendiente” (BALDELLOU y CAPITEL, 1998, p. 385), logrando en apenas dos décadas colocarse a la par de Europa.
El crecimiento socioeconómico de los años 50 favoreció un contexto en el que la embrionaria pléyade arquitectónica del país, focalizada en Madrid y Barcelona, enlazó con aquel periodo de 1927-1936 y asumió como postura vital el racionalismo preponderante en la Europa del momento, abanderado por el llamado Estilo Internacional.
De esta manera, el lenguaje oficial del Estado pasó del neoimperialismo escurialense a la modernidad de corte internacional, patrocinada por la inicial carrera de personalidades como Miguel Fisac, Francisco de Asís Cabrero o Francisco Javier Sáenz de Oíza.
Ahora bien, el mencionado factor ecléctico, que tanto va a caracterizar la producción arquitectónica española del siglo XX, se dio también en el seno del propio racionalismo. Las posturas de los diferentes arquitectos fueron bien distintas, pese a que todos actuaban bajo un denominador común, y es este pluralismo moderno el que permite entender el cambio de paradigma que se dará en España en la década siguiente.
Pueden identificarse así hasta tres formas de interpretación de la arquitectura moderna en el ámbito español cincuentero (BALDELLOU y CAPITEL, 1998, p. 406): una corriente fundacional, que concibe el cultivo del racionalismo en el ámbito nacional en los mismos términos que lo hiciera Europa en los años 20; otra corriente desarrollista, centrada en el discurso contemporáneo europeo; y, finalmente, una corriente revisionista que fue insertando en el frío lenguaje racionalista novedades de cuño organicista.
Por tanto, es inadecuado intentar conceptualizar en España una arquitectura moderna única y verdadera, lo correcto es hablar en plural, hablar de arquitecturas modernas, de “eclecticismo moderno” (URRUTIA, 1997, p. 462) en los dos sentidos apuntados.
Ese caldero en constante ebullición que es la arquitectura moderna española es de nuevo patente en la década de 1960, donde la primacía del Estilo Internacional cede su puesto a la revisión organicista.
Ello no implica la desaparición del racionalismo, todo lo contrario, ambas corrientes conviven, aunque de manera ambigua y confusa al entenderse el organicismo como su evolución madura (BALDELLOU y CAPITEL, 1998, p. 415).
El abanico de influencias que se reflejaron en el desarrollo de la arquitectura orgánica en España fue amplio: Frank Lloyd Wright, el Neoempirismo escandinavo, con especial atención a Alvar Aalto; el Expresionismo alemán o la segunda etapa de Le Corbusier, iniciada en 1945.
Frente a la rectitud, simplicidad y frialdad matemática del racionalismo, comienzan a ensalzarse valores como el espacio, la plasticidad, la naturaleza del material o el influjo popular, derivando todo ello en una mayor complejidad formal y personal (BALDELLOU y CAPITEL, 1998, p. 416).
Heterogéneo en sus interpretaciones, el organicismo vino en España de la mano de arquitectos de renombre como Antonio Fernández Alba, Fernando Higueras o Rafael Moneo.
Las manifestaciones más radicales y exaltadas fueron numerosas sobre el papel, pero en la práctica tan solo pueden reseñarse dos ejemplos madrileños bien conocidos: el Instituto del Patrimonio Histórico Español de Ciudad Universitaria (1967-1970), de Fernando Higueras y Antonio Miró, mejor conocido como la Corona de espinas; y el edificio que nos atañe, Torres Blancas, para muchos especialistas culmen de esta resumida “aventura moderna” española (BALDELLOU y CAPITEL, 1998, p. 435).
Su arquitecto, el navarro Francisco Javier Sáenz de Oíza (1918-2000), fue uno de los grandes paladines de la arquitectura moderna española de la segunda mitad del siglo XX y una figura docente de gran peso en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid.
Titulado en esta misma escuela en 1946, viajó becado por la RABASF a EEUU entre 1948-1949, experiencia que resultaría fundamental para la evolución de su carrera, ya que allí queda profundamente impresionado por el uso de las nuevas tecnologías de Mies van der Rohe (URRUTIA, 1997, p. 493).
Desde entonces hasta su muerte, Sáenz de Oíza se convertiría en lo que podríamos considerar un catálogo andante de arquitectura moderna, encarna el espíritu de la tendencia predominante de cada época.
Comenzando por la transición tradicional-moderna en la Basílica de Nuestra Señora de Aránzazu (1949-1955), proyectada junto a Luis Laorga, pasó por el más estricto racionalismo en su proyecto de Capilla en el Camino de Santiago (1954), elaborado en conjunto con José Luis Romany, mostró su más fuerte vena organicista en Torres Blancas y se afilió a las líneas de la posmodernidad con el Palacio de Festivales de Santander (1986-1990).
Su versatilidad y flexibilidad a la hora de encarar cualquier proyecto han hecho complicada la obsesiva labor historiográfica de catalogación estilística de su obra, ya que su carrera puede entenderse tanto como un ejercicio de pluriestilismo, consecuencia de la profunda naturaleza de cada obra, como un síntoma de un “arquitecto sin estilo” (URRUTIA, 1997, p. 493).
Más allá de la controvertida cuestión estilística, no hay duda de que Torres Blancas es el producto de un artista con una fuerte y marcada personalidad, basta ver una imagen del conjunto para percatarse de ello, aunque siempre es mejor, si se puede, ir a contemplarlo in situ, como él mismo declaraba:
“De cualquier mujer se saca un buen retrato y de cualquier edificio se saca una buena foto. Pero un buen edificio es un buen edificio y no una buena fotografía.” (FERRAZ-LEITE, 2014, p. 52)
ANÁLISIS COMPOSITIVO Y FORMAL
El encargo de Torres Blancas vino de la mano de Juan Huarte Beaumont, promotor de la constructora familiar Huarte y Cía. y coleccionista de Arte contemporáneo. Entre sus adquisiciones se encontraban abundantes esculturas de Jorge Oteiza, amigo de Oíza que ya había colaborado con él en Aránzazu y en el proyecto del Camino de Santiago.
Por ende, buscando consejo, Oteiza recomendó a Huarte que contactase con el arquitecto navarro para afrontar tal empresa (MARTÍNEZ y GARCÍA, 2011, p. 875).
Contratado ya Oíza como arquitecto de la obra, este contó con la colaboración de dos jóvenes promesas de la arquitectura, Juan Daniel Fullaondo y Rafael Moneo, y de dos ingenieros, Carlos Fernández Casado y Javier Manterola Armisén. El punto clave fue la libertad expresiva que Huarte le concedió a Oíza, ya que el promotor concibió Torres Blancas como una obra de Arte, fruto de un artista con una identidad bien definida (FERRAZ-LEITE, 2014, pp. 113 y 149).
Este hecho, además de regalar a Madrid la vista de tan emblemática construcción, devino en un notable sobrecoste del presupuesto planificado inicialmente (MARTÍNEZ y GARCÍA, 2011, p. 875).
Con el camino allanado para desenvolver sin trabas su fuerte personalidad creativa, Oíza estuvo años planificando sobre el papel hasta que tuvo que presentar una propuesta en 1964. El resultado fue un edificio que en su estigma llevaba la superación natural de la modernidad racionalista, culmen de la revisión orgánica en España. Sin perder de vista la racionalidad, dio rienda suelta a un mayor componente de libertad azarosa:
“[…] uno de los males de nuestro tiempo es el creer que la razón puede justificar todo, cuando lo irracional también forma parte de nuestra existencia. Olvidar la irracionalidad es perder el sentido.” (FERRAZ-LEITE, 2014, p. 47)
Para su concepción, Oíza bebió de varias fuentes sobre las que había reflexionado largo y tendido durante meses y meses. En primer lugar, miró hacia Frank Lloyd Wright, en especial a su serie de las casas de la pradera y a su Price Tower en Oklahoma (1952-1956), interesándole sobre todo su abstracción de las formas geométricas de la naturaleza (TOMÁS y HERNÁNDEZ, 2015, p. 627).
En segundo lugar, pudo fijarse en la segunda versión de Mies van der Rohe para el Proyecto de rascacielos de cristal para Berlín (1922). Finalmente, tuvo muy presente las unidades de habitación de Le Corbusier, en especial la de Marsella (1947-1952), de las que extrajo el concepto de ciudad-jardín vertical que se convertiría en el leitmotiv de Torres Blancas (VILLOTA, 2023, p. 111).
Con estas principales referencias en mente, y a falta de otras tantas de carácter más puntual, Oíza trazó una planta en molinillo o esvástica cuyo módulo principal era el círculo, inspirado por el Museo Guggenheim de Nueva York de Wright y utilizado por él, de forma paralela, en las Escuelas de Batán (1963-1967).
En torno a un núcleo vertical central de comunicaciones, jalonado por luminarias globulares que resaltan en perspectiva, se articulan cuatro viviendas de doble fachada por cada planta, plantas a su vez agrupadas en altura en siete módulos de tres de esta manera: pisos normales (módulos uno, cinco y seis), mixto de pisos y dúplex (módulos dos y cuatro) y apartamentos (módulos tres y siete).
El plan inicial era un conjunto de dos torres de 20 plantas, pero la solución final adoptada fue la de torre única de 23 plantas. La distribución espacial de Torres Blancas es la siguiente: un sótano, un semisótano, una planta baja, 21 plantas de viviendas, una entreplanta técnica, dos plantas de núcleo social y una azotea con piscina y estructuras funcionales varias, como la maquinaria de ascensores o los conductos de ventilación, que destilan cierto carácter escultórico donde algunos ven el reflejo de Gaudí (URRUTIA, 1997, p. 469).
Resalta la estructura vista de hormigón armado, en línea con los preceptos del brutalismo. De esta manera, Torres Blancas ni son torres ni son blancas, pero, evidentemente, resulta más atractiva esta nomenclatura que la de, por ejemplo, “Torre Gris”.
La idea de disponer un núcleo social la aprendió Oíza en EEUU, pero resultó un fracaso en España (TOMÁS y HERNÁNDEZ, 2015, p. 630). Por ende, la funcionalidad cambió en 1970, convirtiéndose en el bar-restaurante Ruperto de Nola hasta 1985, y desde 1989 se convirtió en sede de oficinas hasta su abandono.
Actualmente, el nivel 23 ha sido readaptado para albergar nuevas viviendas, proceso que está experimentando ahora mismo la planta 22, que va a alojar ocho nuevas viviendas respetando los planos originales de división del espacio de Sáenz de Oíza.
Toda la documentación y trámites necesarios para poner en marcha esta reforma pueden ser consultados abiertamente en el Portal de Transparencia del Ayuntamiento de Madrid. El objetivo propuesto es doble: intensificar el uso de la planta 22 y regular el régimen de obras para la protección y puesta en valor del inmueble, que figura en el Catálogo General de Edificios Protegidos con Nivel 1 de protección, grado singular.
Terminada esta intervención, Torres Blancas constituirá en su totalidad un bloque de viviendas, y aunque pueda generar cierto debate haber roto la funcionalidad social original de Oíza, por otro lado, se han seguido sus trazas originales para la rehabilitación de este espacio, cumpliendo así un deseo que lleva años arrastrando la comunidad de vecinos.
Centrándonos ya en el aspecto exterior, los elementos más llamativos de Torres Blancas son las pantallas de hormigón armado y los discos de remate del conjunto, en los que se encuentran las susodichas plantas 22 y 23.
Las 46 pantallas, distribuidas por la periferia, el núcleo y la zona intermedia (SÁENZ, FERNÁNDEZ y MANTEROLA, 1970, p. 55), además de su potencia visual, cumplen una triple función: resistir los empujes del viento, descargar los pesos hacia los cimientos y constituir los cierres de las habitaciones (MARTÍNEZ y GARCÍA, 2011, p. 879).
Complementando estas cargas verticales se dispone una estructura horizontal, basada en el uso de losas de espesor constante para las plataformas de los pisos (SÁENZ, FERNÁNDEZ y MANTEROLA, 1970, p. 56).
El cálculo de las losas fue quizás uno de los episodios más laboriosos y problemáticos dada la naturaleza de Torres Blancas, causó más de un encuentro con el aparejador al cargo de las obras, Antonio Pallol (MARTÍNEZ y GARCÍA, 2011, p. 882).
En cuanto a los discos, su perfil circular contrasta de forma clara con las líneas rectas de las pantallas, generándose así un dinámico juego mixtilíneo que ha llevado a algunos autores a definir en Torres Blancas cierto carácter barroco (URRUTIA, 1997, p. 468).
Este juego de líneas curvas y rectas se aprecia también en las terrazas-jardín de las viviendas, elemento catalizador de estos espacios acorde a la condición general corbuseriana de ciudad-jardín planteada por Sáenz de Oíza.
La estructura resistente fue elaborada a la par que la distribución interior del espacio, no se concibió como un esqueleto que luego hubiera que recubrir con una piel, como sí hizo Le Corbusier en sus unidades habitacionales (FERRAZ-LEITE, 2014, pp. 92-93).
El único elemento añadido reseñable son las celosías de madera de las viviendas, decisión tomada en el transcurso de la construcción que evidencia el espíritu inquieto de Sáenz de Oíza, para el cual los planos en papel eran más bien un medio, no un fin (VILLOTA, 2023, p. 116). Ferraz-Leite expone este punto muy bien:
“Sáenz de Oíza considera el proyecto como algo continuamente vivo, que en determinado momento es cedido por el arquitecto a los habitantes del edificio, y éstos continúan con el proyecto” (FERRAZ-LEITE, 2014, p. 286)
ICONOGRAFÍA Y FORTUNA CRÍTICA DE TORRES BLANCAS
El acceso al interior de Torres Blancas se efectúa a través de un espacio intersticial a caballo entre el ámbito externo y el interno, entre la caverna y el refugio del hogar (FERRAZ-LEITE, 2014, p. 194). Se trata de una especie de umbral que, mediante la acción obligatoria de bajada, nos da acceso a un entorno vertical caracterizado por la subida.
Es un concepto psicológico que siempre estuvo muy presente en la producción de Oíza, y que se basa en la idea de armonización de elementos opuestos que, lejos de contrastarse, se complementan recíprocamente.
Este fenómeno entronca con la simbología general con la que Oíza imbuyó a su creación: Torres Blancas es un árbol enraizado en la tierra, de cuyo potente tronco de hormigón brotan ramas en las que anidan los seres humanos.
Visto así, el inquilino, cada vez que sale y entra de su casa, debe pasar por una especie de ritual cuyo punto principal de conexión entre interior y exterior es el umbral mencionado en el párrafo anterior, el cual le pone en contacto con las raíces arbóreas.
Pasado el intersticio, el ser humano penetra en las profundidades del tronco y, por medio de los ascensores, decide el destino al que quiere llegar. Lo que les depara a aquellos que habitan en los estratos superiores, cercanos a la copa del árbol, son unas maravillosas y lejanas vistas del paisaje urbano madrileño, disfrutando de una posición de superioridad que ha sido plasmada por diferentes artistas, destacando el cuadro Madrid desde Torres Blancas (1976-1982) de Antonio López, una de las cumbres del hiperrealismo español.
La obra de Sáenz de Oíza fue galardonada, a nivel profesional, con el Premio COAM 1971, pero en el ámbito público imperó la incomprensión (URRUTIA, 1997, p. 469). No obstante, fue sobre todo por Torres Blancas por lo que Oíza fue reconocido en las revistas internacionales.
No solo eso: a nivel general, entre los años 50 y 80, la arquitectura moderna española tuvo como emblema en el extranjero la propuesta del navarro, llegando a acumular la mayor cantidad de referencias en el momento (ARZA, 2018, p. 156).
Aunque gracias a ello la arquitectura española obtuvo una visibilidad internacional inusitada, el obsesivo foco puesto en Torres Blancas eclipsó tanto el resto de la producción arquitectónica nacional contemporánea como los otros grandes logros de la trayectoria de Sáenz de Oíza.
En España, el caso del edificio madrileño quedó aislado en su contexto, ya que no generó escuela como tal. El único ejemplo que tuvo presente los planos de Oíza fue el Hotel Tres Torres (1968-1969), sito en la avenida de los Manantiales de Torremolinos, en Málaga, proyectado por el arquitecto Luis Alfonso Pagán López de Munaín.
Se trata de un conjunto residencial de tres torres de 18 plantas y 63 metros de altura cada una, cuyas viviendas se distribuyen de forma radial, favoreciendo así las vistas del Mediterráneo. Es un ejemplo de lo que ha sido denominado “arquitectura del relax” (CASTILLO, 2019, p. 13).
BIBLIOGRAFÍA
ARZA GARALOCES, P., “Exportando Torres Blancas. La recepción de la obra de Sáenz de Oíza en la prensa arquitectónica internacional”, en Rita: Revista Indexada de Textos Académicos, 10 (2018), pp. 154-161
BALDELLOU, M.A. y CAPITEL, A., Summa Artis: historia general del arte. Arquitectura española del siglo XX, Madrid, Espasa-Calpe, 1998
CASTILLO, A., Los Manantiales. 50 años de un icono del brutalismo (Torremolinos 1969-2019) [en línea], Underwood Comunication, 2019, https://www.underwoodcomunicacion.com/los-manantiales-torremolinos-50-anos-de-un-icono-del-brutalismo/ [consultado el 08/04/2024]
FERRAZ-LEITE LUDZIK, A., Las lecturas de Sáenz de Oíza. Desde Torres Blancas al Banco de Bilbao a través de una selección de textos hecha por el propio arquitecto, Madrid, Universidad Politécnica de Madrid, 2014
MARTÍNEZ GONZÁLEZ, J. y GARCÍA ALONSO, M., “Construyendo Torres Blancas”, en HUERTA FERNÁNDEZ, S. (coord..), Actas del Séptimo Congreso Nacional de Historia de la Construcción, Madrid, Instituto Juan de Herrera, 2011, vol. II, pp. 873-886
SÁENZ DE OÍZA, F.J., FERNÁNDEZ CASADO, C. y MANTEROLA ARMISÉN, J., “Estructura de «Torres Blancas»”, en Informes de la construcción, 23 (1970), pp. 43-64
TOMÁS GABARRÓN, L. y HERNÁNDEZ BELTRÁN, M.A., “Organicismo y estructuralismo contemporáneo: Oiza en Torres Blancas”, en Actas del II Congreso Nacional Pioneros de la Arquitectura Española: Aprender de una obra, Madrid, Fundación Alejandro de la Sota, 2015, pp. 625-633
URRUTIA NÚÑEZ, A., Arquitectura española: siglo XX, Madrid, Cátedra, 1997
VILLOTA PEÑA, V., “La fachada como umbral: de la organicidad y la utopía a la evocación en Torres Blancas”, en Rita: Revista Indexada de Textos Académicos, 19 (2023), pp. 108-127