COMENTARIO HISTÓRICO ARTÍSTICO DEL CUADRO MARÍA ANTONIETA CON VESTIDO DE MUSELINA BLANCA
CONTEXTO HISTÓRICO
Míralo. Míralo bien. Otra vez. ¿Ya? ¿Algo raro, indecoroso? ¿Lo ves? ¿No? Pues créeme si te digo que este retrato fue literalmente un “escándalo mayúsculo”. Tanto es así, que fue retirado a trompicones del Salón de París en 1783.

La retratada es María Antonia Josefa de Habsburgo-Lorena, archiduquesa de Austria y reina de Francia. O, lo que es lo mismo, María Antonieta. A su artífice, Élisabeth Vigée Le Brun, la pusieron a caer de un burro y son muchas las voces que, incluso, le atribuyen la culpa del funesto destino de la reina. Así, todo lo malo entre mujeres. No vayamos a cuestionar o dañar la reputación de los hombres que generaron el propio desaguisao que se estaba gestando. Y así todo.
Pero vayamos por partes. Élisabeth Vigée Le Brun era la pintora de cámara de María Antonieta y, como tal, destacaba por su delicadeza, elegancia y buen gusto. Se regodeaba en el llamado “intimismo pictórico” y la monarca le ofrecía, justo, lo que necesitaba. Cuando se conocieron, la reina se encontraba en plena huida de la pompa palaciega de Versalles refugiada en el palacete de Trianon (a poco más de dos kilómetros de distancia, pero lo suficiente). Allí, había creado a su imagen y semejanza un universo paralelo en el que se respiraba una falsa sencillez rural ataviada con pesadas y coloridas cortinas de terciopelo.
La cosa es que reina y pintora encajaron demasiado bien. Y, por supuesto, no hay nada de malo en ello pero María Antonieta tenía necesidad de mostrar el mundo esa intimidad como contraposición a las habladurías y postureos cortesanos que analizaban y cuestionaban cada paso de la reina extranjera. En el Trianon solo había espacio para los elegidos/as; sin tanto formalismo, sin tanto rango, sin vestimentas encorsetadas. Una quedada en casa, con amigas. Comiendo gusanitos naranjas y bebiendo Coca-Cola. Sin sujetador.
Honestamente, el beef máximo entre Versalles y María Antonieta era muy real. Y a la joven monarca austríaca (que, por eso, muchos/as señalaban como espía), se refugió en la moda como táctica de repulsa al sistema. Y vaya si lo consiguió. Se armó un verdadero escándalo, chiquillo.

Decidida a utilizar su apariencia como arma y parcela de poder, nombró a la diseñadora Rose Bertin como «Ministra de la moda». Y su principal obsesión fue encadenar un estilismo tras otro, a cada cuál más inapropiado para la época. Recogió alabanzas y críticas a partes iguales; la quieres o la odias, eso era así. Propulsora de esos tocados tan altos y desfachatados que hacían que las damas tuvieran que ir agachadas en su carruajes. Promotora de utilizar prendas masculinas; simpatizante del folclore polaco y de las salvajes e inapropiadas ropas de las amazonas inglesas. Vamos, las uñas de la Rosalía en el Antiguo Régimen francés.
ANÁLISIS FORMAL
Una vez analizado el contexto, volvamos al inicio del problema: el cuadro en el que Élisabeth pinta a la reina vistiendo un ligero vestido blanco en contra posición a los rígidos y recargados vestidos de corte. Y así es como se penaliza la sencillez y vulgaridad de quien se presupone tiene que mostrar lo mucho y bueno que tiene que ponerse. Según un crítico de la época, las gentes de bien “encontraron ofensivo ver a esas augustas personas en público llevando prendas reservadas para la intimidad del palacio”. Por su parte, la propia artista declaró:
“He retratado varias veces a la Reina… y siempre preferí hacerlo sin el gran traje de corte… Uno de ellos la muestra luciendo un gorro de paja y un vestido de muselina blanca […] Cuando se exhibió este retrato en el Salón, las mentes más perversas no tardaron en decir que la Reina se había pintado en camisa […] Sin embargo, el retrato tuvo gran éxito”
Élisabeth Vigée Le Brun
No obstante, hay que recordar que el primer encargo que Le Brun ejecuta (vaya, igual el verbo no es el más adecuado… pido perdón) era un retrato plenamente áulico, a pesar de las flores y del uso de una luz tamizada que aligera y desenfoca visualmente los tejidos. Así que, el atuendo es cortesano; la pose, majestuosa; y no se olvida de colocar la corona reposando junto a la mesa y, desde lo alto, un busto del rey que supervisa la escena.

Digamos que, una vez cumplido el primer trámite, la reina se quitó el corsé y soltó la melena que, realmente, era lo que a ella le gustaba. Al inmortalizarla en chemise à la reine, la pintora de confianza no solo escandalizó al mundo sino que despojó a la monarca de toda solemnidad, de todo simbolismo político. La bajó del trono al pueblo, la alejó del Palacio y la confirmó en su Casa de Campo. Incluso se vió como una forma de antipatriotismo aludiendo a que rehuía de la seda, un pilar de la industria francesa, en favor del algodón proveniente de las Indias británicas.
Si con eso no bastase, este no fue el único cuadro que la artista presentó ese año 1783 en el Salón de Paris. Bajo el brazo, se llevó otras dos obras muy semejantes: un autorretrato y un retrato de la duquesa de Polignac, en ambos casos las protagonistas visten informales vestidos camiseros y sombreros de paja, casi idénticos a los de la reina.
Y, ¿para qué queríamos más? Los tres retratos, inspirados en el ambiente campestre y desenfadado del Trianon en el que la nobleza no encontraba sitio, desataron las iras de la corte. Más, nuevas, perennes. El motivo era repetitivamente cansino, no se apreciaba la debida diferencia jerárquica entre aquellas tres bellezas frívolas y descaradas que, quisieran o no, tenían el deber de representar a los estamentos a los que pertenecían. Burguesía en el caso de Élisabeth, la aristocracia de la duquesa y la sangre imperial de la propia reina. Todo mal, otra vez.

A pesar del gesto indecoroso por parte de la reina que, a su vez, la corte percibía como una insólita muestra de igualitarismo, el pueblo también lo despreciaba. A los ojos de los ciudadanos, María Antonieta ya era célebre por su tendencia al despilfarro y, nunca mejor dicho, ‘el horno no estaba para bollos’ teniendo en cuenta que los franceses se morían de hambre. Y en esos términos, la indignación era la misma tanto mirando a Versalles como al Trianon.
Polémicas de lado, y centrándonos en la parte más formal, el estilo de Vigée Le Brun está muy presente en la obra. Sobresalen su habitual equilibrio, armonía y monumentalidad. La figura se enmarca y destaca en un fondo neutro, oscuro y desprovisto de elementos que desvíen la atención, para remarcar la personalidad de una reina brillante y llena de luz, incluso más que las flores que la acompañan.
Sin duda, el blanco de la camisola intencionada intensifica el efecto y contrasta con el dorado del sombrero y las mejillas excesivamente sonrojadas dando pie a divagaciones de índole sensual (y sexual). Élisabeth logra, por tanto, una composición en el que la personaje parece sobresalir del lienzo y acercarnos la flor que sostiene en la mano.
CURIOSIDADES
Dejando de lado la fama de María Antonieta, Élisabeth Vigée Le Brun fue una de las pintoras más importantes de su siglo y prueba de ello es que su trabajo fue muy apreciado por todas las cortes europeas. Aunque, reafirmando la historia de siempre de menosprecio hacia las artistas femeninas, sabemos que, según un artículo del MET, siempre estuvo ligada a difamaciones y rumores que afirman que era el artista Monsieur Ménageot quien terminaba sus pinturas.
Pero nada más lejos de la realidad. Tenía un talento innato y fue propio padre quien la animó a dar clases de pintura desde niña. La jugada no le salió nada mal porque Élisabeth aportó dinero a la economía familiar desde bien jovencita gracias a su arte.
En esas circunstancias, ninguna necesidad tenía ella de contraer matrimonio pero su madre le hizo el lío con el Monsieur LeBrun y el que terminó liándola fue él gastándose todo su dinero en juegos varios. Lo que sí obtuvo a cambio fue a su hija Julie a la que la pintora amaba con toda su alma e hizo protagonista de muchas de sus obras.
Este autorretrato pintado junto a ella, tampoco se libró de la quema al considerar imprudente que mostrara sus dientes mientras sonreía. Y es que, desde el Renacimiento y, probablemente, desde mucho antes, existía la máxima de que las personas educadas tenían que mantener sus bocas cerradas ya que, de lo contrario, mostrarían una señal de falta de refinamiento y, quizá, de descontrol emocional e, incluso, locura.

Antes de la caída en picado de María Antonieta, la pintora la ayudó en su último intento por librarse de lo que parecía un destino muy negro. En ese propósito colaboró en crear su propia propaganda haciendo hincapié en su imagen de madre, alineada con los valores familiares que el propio Rousseau defendía para las mujeres.
Pero, ¿qué pasó con la pintora siendo amiga de una reina guillotinada por la Revolución? Pasó que tuvo que irse de un país que la consideraba enemiga si no quería terminar como su reina. De ese modo, escapa a Italia con Julie comenzado un exilio por toda Europa. Durará doce años y le permitió ganarse bien la vida con su obra, hasta conseguir volver a casa convirtiéndose en una compañía regular de Josefina, primera esposa de Napoleón. Élisabeth recuperó su hueco entre la aristocracia francesa de la época. Pintó hasta su muerte. 86 años.
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